Leonardo se despertó antes de que sonara el despertador. Se vistió con la misma tranquilidad de todos los dÃas y se preocupó de que todo el equipo estuviera dentro del maletÃn. Hoy sin duda triunfarÃa dentro de su departamento, habÃa conseguido el mejor sistema de seguridad para la empresa;les taparÃa la boca a sus superiores, en especial a esos ingenieros mal nacidos que lo tiraban abajo por las secuelas que cargaba hacÃa 10 años por causa del accidente. Aquel choque automovilÃstico no solo le arrebató la oreja derecha, también lo dejó privado de la voz. Según los médicos que vieron su caso hasta el alta, sus palabras volverÃan al superar el trauma; pero del alta iban ya casi ocho años, y de su boca aún no salÃa una mÃsera palabra.
Asomado al espejo se aseguró de que todo estuviera en orden: el cuello de la camisa bien doblado, el nudo de la corbata perfecto. A su mente llegó el recuerdo de cuando sufrÃa al mirar su reflejo y descubrir en su rostro las cicatrices que se extendÃan desde diferentes puntos del mismo hasta donde deberÃa estar su oreja que habÃa sido cercenada.
En el choque su cabeza impactó contra la ventana del copiloto y el cristal explotó, entonces las agudas y filosas puntas del vidrio le segaron la oreja y le rajaron la cara. En ese momento no sintió más que un calorcito producto de la sangre que emanó de los cortes, seguramente por la adrenalina que sintió por seguir vivo, pese al vehÃculo que los chocó de frente. A su lado, el piloto no corrió la misma suerte;como su cinturón de seguridad no estaba bien ajustado, su cabeza azotó contra el volante y el golpe lo impulsó hacia atrás un segundo más tarde,haciendo un movimiento bastante anormal para una persona. El cuello le crujió de forma sospechosa, y si no se lo habÃa partido, en la frente presentaba una herida de tal cuidado por la que le salÃa gran cantidad de sangre,que Leonardo supo que si no estaba muerto, lo estarÃa dentro de pocos minutos.
Deslizó la punta de los dedos por las marcas de su rostro. Eran horribles y repugnantes, como arañazos irregulares que llegaban a la mitad de la mejilla, torciéndose ligeramente hacia la comisura de los labios. Pero ya no le importaban, habÃa aprendido a vivir con ellas. Los primeros años se acomplejaba cuando la gente lo miraba en la calle, incluso buscaba como cubrir aquellas cicatrices. Sin embargo un dÃa se dijo que desde entonces formaban parte de él y, si podÃa, más adelante se las borrarÃa con cirugÃa, pero mientras tanto ignorarÃa a la gente que lo contemplaba como si fuera un bicho raro. No obstante, donde alguna vez estuvo su órgano auditivo era aún más inquietante, pues solo se distinguÃa un agujero rodeado de tejido rugoso de un color café oscuro en el cual se advertÃan los cortes infligidos por el cristal de la ventanilla.
Se preparó huevos revueltos con champiñones y orégano, y los comió junto con un café bien cargado para despertar. Ya iba un poco más de un mes que no dormÃa más allá de las tres horas, llegando a pensar en ocasiones que se volverÃa loco; pero su trabajo lo valÃa, pronto podrÃa recibir el reconocimiento que se merecÃa, o eso esperaba. Héctor Flores, su jefe directo siempre lo tiraba para arriba, sabÃa lo mucho que se esforzaba y el gran conocimiento que tenÃa sobre sistemas. Solo por eso soportó todo el malestar que sentÃa por no descansar ni comer a horas adecuadas.
Llegó a la empresa ansioso de ver la expresión de los gerentes cuando expusiera su trabajo en las diapositivas, seguramente Héctor moverÃa los hilos para hacerlo ascender.
ÂSaludó con un gesto de su mano a Johana, la preciosa recepcionista y ella le correspondió ofreciéndole, además, esa bellÃsima sonrisa que a él tanto le encantaba. A continuación marcó poniendo la huella de su Ãndice en el reloj de entrada y subió en el ascensor hasta el piso ocho. No se veÃa nadie en el corredor, cosa que era completamente normal si se tenÃa en cuenta que aquellas eran oficinas para reuniones, y generalmente el movimiento comenzaba después de las diez.
Caminó decidido hasta la oficina número treinta. Allà lo aguardaban los gerentes, el jefe de informática y los dos ingenieros de soporte. Ingresó captando al instante la atención de los presentes, y los saludó con un gesto de la mano y la mejor de sus sonrisas. Los gerentes, Alejandro Mate y Paulo Castillo, le dedicaron una mirada confusa, como si se estuviesen preguntando qué hacÃa él allÃ. Leonardo notó esto, no obstante lo pasó por alto. Ricardo León, el jefe de informática desvió la mirada hacia sus dos trabajadores, Franco y Germán,y les murmuró algo que no alcanzó a percibir.
De camino a su escritorio advirtió a un hombre que no pertenecÃa a la empresa, y le pareció que ya lo habÃa visto una o dos semanas antes. Johana le habÃa comentado que aquel sujeto estaba intentando que la empresa comprara su servicio de seguridad. Sebastián Romo, parecÃa que asà se llamaba aquel tipo, y Leonardo no creÃa que estuviera allà para ver su presentación, tenÃa que haber algo más.
Leonardo dejó las cosas sobre el escritorio para preparar la presentación, sin embargo Héctor, su propio jefe, quien le dio más apoyo en todo este proceso se dirigió a él diciendo:
-Eh... Leonardo,necesito decirte algo muy importante.
El rostro de su jefe no le daba tranquilidad, muy por el contrario, lo preocupaba.
-Tu proyecto fue cancelado-le dijo su jefe con tono firme y directo-.
El encargado de operaciones consiguió un servicio de ciberseguridad a menor costo, prácticamente a la mitad del monto que estabas solicitando. Bueno, tú entiendes, la economÃa no está muy buena. Lo siento.
La furia lo embargó, sus puños se apretaron hasta que sus nudillos se tornaron blancos. Paseó la vista por cada uno de los presentes ¿Porqué no le avisaron antes del cambio de operación? asà no se habrÃa sacrificado en vano.
Uno de los gerentes,Paulo Castillo, le pidió que se retirara.Leonardo se quedó allÃ, no se movió. Era incapaz de reaccionar. Otro de esos hijos de puta comentó que no era necesario darle explicaciones al mudo.El mal nacido de Ricardo, sÃ, era ese maldito perro de gerencia. Sus dos escorias falderas rieron cómplices, tenÃan que celebrarle cada palabra al idiota para tenerlo contento. La angustia se apoderó de Leonardo, no podrÃa decir nada para evitar las consecuencias dela decisión ya tomada.
Su jefe lo cogió del antebrazo para llevarlo fuera de la sala de reuniones, diciéndole en tono bajo:
-Leonardo, por favor,no te preocupes. Todo seguirá igual con tu puesto de trabajo.Solo tendrás que adaptarte al nuevo sistema de seguridad.
No, se dijo en su mente, no podÃa ser que todo su trabajo se fuera al abismo asà como asÃ. Su jefe lo jaló del brazo hacia afuera mientras oÃa como las risas de los gerentes y del nuevo socio retumbaban en su cabeza. La impotencia fusionada con la ira hizo cortocircuito dentro de él, hasta que no pudo tolerar más la situación.
Cogió a su jefe del cuello, lo aventó sobre el escritorio bajo el silencio sepulcral de los presentes, y sonrió al ver como el rostro de Héctor impactaba de lleno contra la pantalla del computador. Lo vio retorcerse de dolor sobre el escritorio, pero no le mostró piedad alguna. El hombre se giró con un reguero de sangre cayendo de una herida en su ceja derecha, y se precipitó sobre una silla que se corrió dejándolo tendido de espalda en la frÃa cerámica.
A continuación, Leonardo cerró la puerta y le echó seguro, no dejarÃa que nadie hullera.
-¡El mudo está loco! -profirieron los hombres colocándose de pie con violencia derribando algunas de las sillas, mientras el aire se inundaba de un fuerte hedor a azufre.
Sus ojos se iluminaron y frente a sus pupilas inexpresivas emergió el fuego de su rabia contenida. Las ropas de los hombres que mataban su única esperanza de brillar después de aquel accidente se consumÃan como empapadas con combustible, los gritos angustiados pedÃan auxilio, pero nadie llegarÃa a salvarlos.
Alejandro y Paulo se apegaron al muro, luchando contra el fuego que se alimentaba de sus carnes. En la piel les aparecieron ampollas que explotaban llenas de un lÃquido negruzco sobre la piel enrojecida, dejando en claro lo sobrenatural de aquel poder que esperaban fuera solo piroquinético.
Ricardo, quien despertaba su mayor odio, fue empujado por una fuerza invisible por sobre las mesas hasta estrellarse brutalmente contra un estante. Las puertas del mueble se abrieron de par en par golpeándole la cabeza abrazada por el fuego, y los libros, cuadernos y un par de resmas de hojas tamaño carta se abalanzaron sobre él avivando aún más la voracidad de las llamas que se reflejaban en sus ojos, en los que comenzó a notarse la desesperación.
Gritaba, pedÃa piedad; pero Leonardo no se mostró tocado por la compasión. Contrario a ello, intensificó aún más el castigo contra el jefe de informática. El poder se fusionó con ese odio hacia él, por lo que pudo hacer que las llamas nacieran dentro de su cuerpo y salieran por su boca y su nariz. Se levantó agitándose como un muñeco de trapo jalado por hilos, y se golpeó con los puños en la cabeza, posiblemente para perder la consciencia y detener el sufrimiento, pero no lo logró.
Regresó con Héctor. Él sufrÃa en el suelo medio aturdido. No tenÃa culpa, lo mandaban los gerentes y, si no satisfacÃa sus designios podrÃa perder el puesto. Su corazón se ablandó, levantó una de sus manos haciendo como si fuera a coger algo invisible -probablemente el cuello de Héctor- y cerró el puño. Las llamas abandonaron el cuerpo de quien fue su jefe directo, luego la cabeza de este se separó del tronco tras un corte limpio, sin derramar una sola gota de sangre, y salió rodando hasta quedar bajo el escritorio. No volverÃa a sufrir nunca más, pero el resto de sus vÃctimas enfrentarÃan el mayor de los sufrimientos antes de extinguir su rabia.
Una sonrisa se dibujó en sus labios. Él no era malo, no obstante, disfrutaba de ese momento. Incluso necesitaba una taza de café para saborearlo por completo. Avanzó hacia el escritorio, se sentó en la silla, empujó con el pie la cabeza de Héctor y se siguió deleitando con su obra máxima, la venganza.
Sebastián se aferró la cabeza calva con ambas manos y fue corriendo en dirección de la ventana para lanzarse por ella. Las llamas le danzaban en la espalda bajo los gritos de todos los presentes que parecÃan un canto macabro. Pero antes de que se aventara al vacÃo, Leonardo lo atrapó con su poder mental dejándolo suspendido en el aire, con los brazos retorcidos hacia atrás en un ángulo imposible. Las articulaciones le crujieron al romperse, los huesos del antebrazo se astillaron al partirse por la mitad, y rasgaron la piel al buscar un punto por donde escapar. La sangre salpicó en todas direcciones mojando a los gerentes. Enseguida los deseos del señor Romo fueron satisfechos al ser deliberadamente arrojado por el ventanal; pero se rompió la espina dorsal al golpearse con uno de los barrotes, acabando con el tronco casi como una perfecta ele flamÃgera e incandescente, que salió girando desde el piso ocho para terminar estampado junto al estacionamiento como un trozo de carne humeante que en nada se parecÃa a un cuerpo humano.
Arriba Leonardo concluÃa su matanza sin ensuciarse las manos. Como las llamas pertenecÃan a un rincón lejano al mundo mortal los cuerpos ya no eran reconocibles, pero las vidas que contenÃan no se extinguÃan. Alejandro y Paulo se retorcÃan de dolor con el vientre en el suelo, más allá Ricardo seguÃa su ejemplo; las fuerzas los abandonaron y Leonardo tuvo que servirse de su poder para alzarlos en el aire. La fuerza mental guiada por la ira los arrojó de cabeza contra los vidrios del ventanal que seguÃan intactos. Los huesos crujieron. El fuego aún crepitaba entre los gemidos lastimeros e los tres hombres. El estallar de los cristales dio inicio al fin que los aguardaba abajo sobre el frÃo y cruel concreto para darles el golpe de gracia.
Finalmente, Leonardo se sacudió las manos despreocupadamente, abrió la puerta de la sala de reunión y salió al corredor cargando el maletÃn mucho más tranquilo, como si nada hubiese ocurrido.
Tomó el ascensor. De las escaleras escuchó a un grupo de hombres que corrÃan desesperados. La alarma recién comenzaba a sonar.
Salió al hall central y se despidió de Johana con un cálido adiós con la mano, incluso se atrevió a lanzarle un beso. Ella lo tomó sonriente y le correspondió el gesto con ternura. Luego él se fue caminando a paso firme hasta desaparecer de su vista al otro lado de la mampara de cristal.