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  • Foto del escritorLuis Montenegro

¡¡¡No Más Entregas!!!

Esa mañana le pasaron la carta de despido, y Descornado volaba triste a cumplir con la entrega. Sería el último bebé que dejaría en manos de una familia después de servir a Reparto anónimo S.A. durante tantos años funcionando como el puente de felicidad para gente humilde, emperadores y reyes. Tantos bebés que transportó en su lomo hasta los brazos de sus ansiosas madres, y ahora le decían que este mes era el último.


La culpa era de las cigüeñas. Aquellos plumíferos habían llegado para adueñarse del sistema cobrando bajas comisiones y pidiendo bonos miserables para los viáticos. Los pegasos requerían una inversión más alta: bálsamos para las crines y las plumas de las alas, y cambios de herraduras, que un buen equino alado que se respetara los tomaría semanalmente, aunque volando no hubiera gran posibilidad de desgaste.


Aunque sin duda el mayor gasto estaba en la comida. Un pegaso saludable debía consumir alfalfa tierna, no añeja; mientras que las miserables cigüeñas aterrizaban en cualquier sitio, se zampaban un par de bichos incautos y continuaban con el viaje.

En definitiva, un negocio que resultó viable por tanto tiempo se iba al barranco por aquellos pollos sobrecrecidos.


Llevaba volando cerca de dos horas, y ya podía divisar a la distancia la ciudad en donde tenía que hacer la entrega.


En un viaje ordinario y conforme con su sueldo, claro está, Descornado tendría que hacer la entrega antes de tomarse un descanso. Pero al recordar la carta de despido que dejó sobre su colchón de paja, se olvidó de esa regla como lo hacía cuando se tiraba pedos malolientes en los comederos luego de ingerir coles, y descendió en la orilla de un lago.


Al tener las cuatro patas en tierra recogió las alas, con el hocico dejó la bolsa del bebé cuidadosamente en el césped y se aproximó a la orilla a beber.


La tarde estaba bien avanzada, y en el agua los patos iban de aquí para allá cuaqueando y sumergiendo la cabeza de vez en cuando para buscar que comer.


Descornado recordó que aquellos plumíferos hacían sus necesidades mientras nadaban, lo que le quitó la sed, mas no las ganas de sacar la vuelta. Así que tomó la bolsa con el hocico y se acomodó bajo la generosa sombra de un árbol.

Como tenía los músculos menos rígidos que sus parientes terrestres se recostó de panza en el suelo, dejando el paquete entre sus patas delanteras para no perderlo de vista.


Le pareció extraño que el bebé aún no despertara. Preocupado, lo tanteó con el hocico. Su cuerpecito se sentía cálido, así que, liberado de ese peso, se dispuso a tomar una siesta.


Navegó entre alfalfa dulce y tierna, coles, vayas y zanahorias. Se trataba de un paraíso para él, solo para él. Recostado panza arriba en su colchón de paja blando y caliente comía uno a uno todos esos manjares, sin necesidad de tener que compartir con ninguno de sus socios del equipo.


De pronto escuchó unas risas a la distancia. No les prestó atención pues engullía una zanahoria de tres mascadas. Su jugo le inundaba la boca y le chorreaba por el hocico.

Las risas continuaban. Sin embargo, lo más molesto era que algo le hacía picar la nariz.


Se resistió. No quería dejar ese mundo tan maravilloso. Su colchón, la comida… era su espacio. Las estúpidas cigüeñas no estaban allí para arruinarle todo como lo hicieron con su trabajo. No obstante, no pudo seguir oponiéndose a lo inevitable, por lo que regresó de sopetón a la realidad.


Aquello molesto que le cosquilleaba la nariz era una cola roja y peluda que se agitaba de un lado a otro frente a su cara. Despertó bien y se incorporó exaltado. Abrió desmesuradamente los ojos. Dos ardillas se las habían ingeniado para desatar el paquete y ahora tenían al bebé panza arriba en el pasto. Lo olisqueaban por todos lados, y el pequeño no lloraba, no reía, pero movía sus bracitos y piernecitas.


—¡¿Qué hacen?! —preguntó Descornado con tono golpeado.


Las ardillas saltaron asustadas, se apartaron por unos tres metros y miraron al Pegaso de las herraduras a las orejas.


—Oh, mira, Avellano, el caballo con alas despertó, —dijo una de las ardillas incorporándose en sus patas traseras.

—Sí, Pelón, ¿qué irá a hacer con ese animal sin pelo?

—Por si no se han dado cuenta, estoy aquí.


Las ardillas se inquietaron con la voz de Descornado. Asustadas saltaron y corrieron en círculos agitando las colas. Así el pegaso se percató de porqué el nombre Pelón: le faltaba todo el pelo de atrás de la cabeza y parte del cuello.


—Nada que hacer con ustedes, me largo .


Dicho esto Descornado bajó el hocico hasta el bebé, se lo frotó en el pecho para que no se asuste y lo acomodó dentro de la bolsa. Dejó el paquete entre sus alas y despegó.

El lago comenzaba a quedar atrás cuando en su lomo el bebé comenzó a llorar desesperado y a agitarse de forma peligrosa.


Al emprender el camino para entregar un bebé se le daba a aspirar de una flor que lo adormecía el tiempo suficiente para que el Pegaso pudiese dejarlo en su destino sin mayor dificultad. No obstante, Descornado ya había faltado a la regla primordial: no desviarse antes de la entrega; y por si fuera poco, se había dormido una siesta. No tenía otra opción, debía descender y calmarlo, o se le caería del lomo.


Miró a lo lejos. La localidad estaba a unos treinta minutos en vuelo rápido. Lo tendría que arrullar bien para que le dejara continuar con el trayecto.


Bajó en un claro, dejó al bebé en el pasto y abrió la bolsa. Cuando sus miradas quedaron frente a frente, el pequeño dejó de llorar, y se quedó moviendo sus piernitas y alzándole los brazos para que lo tanteara con el hocico.


Descornado gruñó malhumorado. Jamás le habían agradado los bebés humanos, los consideraba una carga al ser tan delicados. Los Pegasos cuando eran potrillos sabían pararse y buscar las mamas de su madre por instinto, nada más le quedaba la tarea de enseñarles a volar con el transcurso de los meses. Muy por el contrario, los bebés humanos debían aprender todo desde cero, siendo demasiado dependientes de sus padres.


El bebé comenzó nuevamente con el llanto, forzando a Descornado a bajar su hocico para tantearlo de la forma más cariñosa que pudiese, y cuando el pequeño dejó de chillar comentó:

—Eres un malcriado, Güegüe...


Dicho esto retrocedió asustado ¡Le había puesto un nombre al pequeño! Esa era la segunda regla importante, no bautizar a los bebés con ningún nombre, ya que ese era trabajo de los papás humanos.


Descornado giró inquieto en su lugar. En cuestión de horas había roto dos reglas. Él era de los equinos voladores el más correcto, el más intachable. Durante sus veinte años en el servicio jamás había actuado así, y por más que la carta de despido abalara su comportamiento, no significaba que pudiera violar todas las reglas en su última entrega.


La de desviarse en realidad no importaba tanto, total era mimar un poco al bebé y listo; ¡pero la de ponerle un nombre!, esa sí era imperdonable. Según lo que recordaba en su capacitación al entrar a la empresa, El osar ponerle nombre a un bebé podría marcarlo por el resto de su vida , pues sin importar el nombre que eligieran sus padres, en su mente se quedaría el entregado por el repartidor.


Caminó con la cabeza gacha alrededor del niño, pensando qué hacer con el problema que se había cargado sobre el lomo. Resolvió que era urgente terminar con el trabajo lo antes posible, y que luego las cigüeñas lidiaran con las dificultades en la empresa cuando llegaran los reclamos.


Los cantos de las aves en los árboles, el delicioso aroma del pasto verde y la brisa cálida que sopló de un momento a otro relajaron al crío. Descornado aprovechó este momento para frotarle el hocico en la mollera para que se durmiera, y cuando cerró los ojitos aprovechó de cerrar la bolsa, cargársela entre las alas y despegar del claro.

Tras unos minutos de vuelo vio a dos cigüeñas que cargaban bolsas en dirección de la misma localidad. Entornó los ojos y resopló furioso. Detestaba a esos plumíferos. Al verlos llevando a cabo la noble labor que su raza cumplió por más de mil años, le entraron unas ganas lobunas de arrancarles la cabeza de un mordisco. Mas no podía, su reputación como animales nobles y pacíficos estaba en juego. Por lo que prefirió mirar hacia otro lado y alentar el vuelo para que aquellos pajarracos se perdieran en la distancia.


Ya estaba sobrevolando la ciudad. El cielo enrojecía lentamente, pero restaba tiempo para que la oscuridad le permitiera concretar su trabajo sin complicaciones. A veces el perímetro se encontraba despejado, lo que le facilitaba la entrega. Sin embargo, esta no era de esas veces. Se avistaban muchas personas caminando en la cercanía, y con solo planear por sobre sus cabezas captaría la atención. No quedaba de otra, tendría que esperar.


No dejarse ver era la regla número uno en la lista, No de la empresa, si no de la vida de todo pegaso. Los humanos desconocían su presencia. Su existencia formaba parte de las leyendas de ciertas localidades y lo preferían así. Sospechaban que de la misma forma como empleaban a los caballos terrestres de monturas y tiraje de carretas, al conocer la existencia de ellos harían hasta lo imposible para domesticarlos y usarlos como transporte aéreo, ¡algo indigno para los corceles alados! Con tener que cargar con sus crías bastaba.


Si bien muchos artistas plasmaban las hazañas de los pegasos haciendo las entregas de bebés, las suponían, ya que no tenían las pruebas suficientes para afirmarlo. Así fueron surgiendo esculturas, pinturas, épicos poemas y relatos actuados que trataban de sacar a la luz la realidad, acercándosele un poco. No aceptaban que los bebés llegaran hasta sus hogares y ya, querían desentrañar su verdadero origen.


Con la oscuridad a su favor, y luego de cerciorarse que nadie estuviese en la cercanía, Descornado aterrizó en el jardín de la vivienda. Agradeció que la familia no tuviese perro. Hace unos días, al descender en otra entrega, tuvo que lidiar con uno que por poco le muerde el trasero. El fiero guardián era muy corpulento y rápido, por lo que no le quedó otra que alejarlo a patadas sin gruñir o relinchar, o llegaría a captar la atención de la familia. Lo abrían atrapado y hasta ahí le hubiera llegado el trabajo. Al otro día estaría en la calle con el finiquito en cero.


Se paseó de un lado a otro buscando alguna ventana abierta para ingresar, tratando de ser discreto para que nadie advirtiera su presencia. Entonces ocurrió lo que menos esperaba, el bebé se puso a llorar.


Retrocedió lo más rápido que sus patas se lo permitieron, por nada del mundo podía estar cerca de las ventanas. Esto hizo que no se diera cuenta que se acercaba peligrosamente a unos rosales, así que no le quedó más remedio que morderse la lengua para ahogar el grito que pugnó por salir cuando sus nalgas y muslos quedaron enganchados en las ramas de las plantas esas. Sus ojos estuvieron a poco de salir disparados de su cara, y con cuidado se retiró para no hacerse más daño.


El bebé lloraba que lloraba, por lo que al tener el trasero lejos de los rosales, lo bajó del lomo y le acarició el cuerpecito dentro de la bolsa con el hocico para calmarlo. El pequeño no tenía consuelo y para rematar la noche, como si no fuera suficiente, en una de las habitaciones encendieron la luz.


Descornado agarró la bolsa en el hocico y antes de que corrieran la cortina se alejó al otro extremo de la propiedad, dejó el bultito en el suelo y regresó a su labor de tranquilizarlo.


Estaba desesperado. El crío no se callaba, por lo tanto optó por abrir el paquete.


Aquí nuevamente sus miradas se cruzaron bajo la noche que se estrellaba más y más a cada momento. Esos ojitos pequeños que tenía la criaturita inundaron a Descornado de ternura, estremeciéndolo hasta las crines de su cola. Llevó el hocico hasta la panza del niño y con suaves caricias lo fue calmando, sustituyendo el llanto por sus primeras risas.


Más tranquilo cerró los ojos y descansó la cabeza en el cuerpecito caliente del bebé. Allí escuchó latir su diminuto corazón, lo que le hizo olvidar por un instante el trabajo, la carta de despido y las odiosas cigüeñas. Por primera vez estaba tomándole aprecio a la carga, y sintiendo las manitos del pequeño rozando torpemente su hocico, la ternura por los humanos lo apresó, disfrutando del olor de aquella criatura tan frágil.


A los pocos segundos Güegüe se durmió. Descornado se apartó asustado al sentirse blando, vulnerable. Se estaba comportando como las hembras humanas, derritiéndose por aquella fragilidad característica de ese cachorro. Eso no podía ser, menos a sus treinta años. Se suponía que él era un Pegaso hecho y derecho, libre de esas emociones que no le servían en su labor.


Resopló, luego miró las ventanas. Ya no había movimiento. El bebé descansaba plácidamente sobre el pasto y la noche estaba cálida. era el momento exacto para adentrarse en la propiedad y ver donde estaba el lecho preparado para el pequeño, así poder dejarlo de una vez y largarse de allí.


Regresó a revisarlas, encontró una de ellas entreabierta y Descornado usó su habilidad mágica para encogerse hasta el tamaño de un gato y entró. El problema fue que no tomó en cuenta la cortina de visillo y se enredó, y aunque agitó las alas inútilmente para no desplomarse, pero terminó aterrizando con estrépito en la cerámica junto a una repisa con estatuillas de yeso.


Al lograr reponerse del golpe, pues se había dado en la cabeza con el mueble, se incorporó y oteó el lugar. Se trataba de una estancia bien humilde, con un amoblado no muy caro, mas no de baja calidad ni gastado, sino sencillo y bien cuidado.


Caminó por atrás del sofá en dirección de las habitaciones. Normalmente en una de ellas dejaban la cuna del bebé, y al hallarla, solo restaría ir a fuera por el pequeño y dejarlo recostado. El problema era que todas las puertas estaban cerradas, y pese a su magia no podía abrir sin hacer ruido.


de igual forma, existía la opción de acomodarlo en el sofá y olvidarse. No obstante si lo llegaba a hacer así, y en la empresa se enteraban tendría serios problemas. Con eso vería su currículum manchado y encontrar un empleo sería prácticamente imposible, quedando como única posibilidad de surgir trabajar como montura para los humanos, revelando la existencia de su raza. Una verdadera vergüenza que no lo dejaría vivir.


Rezongó entre dientes y se volteó para iniciar la retirada. De regreso en el patio buscaría otro punto por donde colarse en la casa.


Ya estaba por llegar a la ventana, cuando le calló desde arriba un bulto peludo que lo tumbó. Se trataba de un gato grande y gordo que seguramente lo estuvo observando durante todo el tiempo desde el sofá, esperando el instante perfecto para lanzarse al ataque.


Descornado aleteó y pateó desesperado ¡tenía las garras del felino hincadas en el lomo! No deseaba terminar sus días así, siendo comida de un gato doméstico.


El felino no cedía. Buscaba por todos los medios encajarle los dientes, cosa que Descornado no permitiría. El equino alado ejerció fuerza con las patas, giró en el lugar en repetidas oportunidades y estampó al gato contra el mueble del lado de la ventana. El animal dejó escapar un maullido de impotencia, pues al tiempo que una estatuilla de un gallo parado en una pata le caía encima para luego estallar en pedazos al impactar en el suelo, el Pegaso alzó vuelo escapando por la ventana. Justo entonces se encendió la luz, y la ama de casa lo regañó.


Descornado se rió para sí mismo al oír como su agresor aparentemente corría a esconderse con los gritos furiosos de la mujer atrás. Seguramente la figura rota valía mucho dinero.


Sin volver a su tamaño real caminó hasta donde estaba Güegüe, queriendo asegurarse de que siguiera durmiendo bien. Le frotó el hocico cerca de la oreja suavemente en repetidas oportunidades para que no se despertara, y enseguida regresó a ver si existía otro hueco por donde colarse. En eso estaba cuando lo interrumpió la chapa de la puerta.


Sin encender ni una luz la puerta se abrió y un brazo delgado se asomó arrojando un bulto al exterior. Por el maullido desesperado, Descornado supo que se trataba del gato. Con el felino en el jardín se le complicaría aún más todo; aun así no se daría por vencido, dejaría al pequeño en su cuna.


Trató de escabullirse hacia el otro extremo siendo lo más veloz que sus patas se lo permitían. Por ahora se podía despreocupar del bebé, los gatos ignoraban a los humanos mientras no necesitaran algo de ellos. Los usaban como empleados cuando tenían hambre o sed, y como el pequeñín no era quien le servía la comida, le daría lo mismo.


Pasó junto a una camioneta gris con varias cajas de madera apiladas en la parte trasera, y se encontró con otra puerta, y una ventana entreabierta. Allí estaba su momento de brillar como nunca, entraría para asegurarse de que en ese lugar estuviese la cuna de Güegüe, regresaría al patio por el bebé, volvería a entrar para dejarlo recostado y trabajo terminado. Luego de eso se marcharía a comer y dormir para mañana preocuparse en que trabajar.


Todo lucía tan perfecto, ya no estaba ese gato odioso adentro para arruinarle sus planes. El pegaso creía firmemente que todo sería pan comido, hasta que a su nariz llegó un dulce aroma de cerezas frescas. No había comido nada desde el mediodía y su panza se lo recordó rugiendo como león rabioso.


Miró en todas direcciones. No se apreciaban sus deliciosas cerezas por ningún lado. Al observar detenidamente el contenido de las cajas en la camioneta por las rendijas halló ese magnífico manjar. Salivó. No se contuvo, el hambre superaba sus ganas de concretar el trabajo; así que sin discutir mucho con esa parte de él que le decía que hiciera lo correcto, alzó el vuelo y se posó en la primera caja.


La fruta no estaba cubierta, solo le restaba inclinar la cabeza y disfrutar del festín.

Sus sentidos estaban nublados a causa de los jugosos frutos, por lo que no se llegó a percatar de que el gato se aproximaba desde el otro lado caminando con parsimonia, agitando la cola de lado a lado por la emoción de la cacería.


Cuando la distancia fue suficiente el fiero cazador le cayó encima a Descornado. El Pegaso se impulsó con sus patas hacia atrás para quitarse del lomo a esa bola de pelos, sin recordar que tras de sí estaba el patio, lo que hizo que ambos animales se precipitaran al suelo. Al estrellarse rodaron por el pasto en una maraña de patas luchadoras.


Ambos gruñían. Cuando el equino tubo al gato sobre él se lo quitó dándole un fuerte golpe con las patas traseras. El agresor se azotó contra la puerta, y desde adentro se escuchó la voz de la mujer regañando a su mascota. Una vez más esa molesta bestia le arruinaba los planes.


No pasó mucho tiempo para que la humana estuviese en el exterior, obligando a Descornado junto al gato a meterse debajo de la camioneta antes de que se encendiera la luz.


El minino miraba nervioso como la mujer iba de un lado a otro farfullando improperios, y Descornado se mantuvo en silencio. Si bien aquel molesto gato estaba muy apegado a su cuerpo se hallaban en la misma situación, no querían que los atraparan.


De pronto la mujer se detuvo. El llanto desconsolado de Güegüe le hizo olvidar su enojo. Echó a andar con prisa hacia donde lloraba el bebé y Descornado resopló deprimido. Su última entrega había sido un rotundo fracaso, con eso se podía olvidar que le darían una carta de recomendación para conseguir otro empleo.


Güegüe dejó de llorar. En la deprimente noche solo se oía a la mujer hablar en ese tono estúpido reservado para los bebés: “Ay, cosita de mamá, ¿qué le pasa al bebé?”. Descornado fastidiado pateó el suelo.


—Tranquilo viejo, ya está —dijo el gato recostándose de panza—. No quería que dejaras al cachorro dentro para asegurar mi lugar en la familia... En fin... Tendré que reinventarme.

—¿No me querías comer?

—No ¡Cómo crees? Puedo ir en cualquier momento a la cocina por unas croquetas, no necesito cazar caballos alados. Bueno, tal vez sea momento de expandir mi empresa de comida.

—¿Qué? —se mostró desconcertado Descornado—. ¿No te basta con ser una mascota?

—Amigo, esto es una tapadera. Conozco un lugar para sacar gusanos grandes y gordos ¿y qué crees? ¡Los cambio por jugosos peces con los patos silvestres! Quería expandir mi negocio con los gansos y cisnes, pero no tengo quien me haga las entregas.

—Bueno... Yo estoy sin trabajo. Si me aseguras alfalfa tierna, cambio de herraduras semanal y buen bálsamo para las crines y alas puedo ser tu repartidor.

El gato meditó la respuesta. Realmente era muy costoso el servicio de aquel caballo, pero tenía alas, lo que le aseguraría entregas en menor tiempo. Trató de visualizar como poder cumplir a todas las demandas bajo la atenta mirada de Descornado, entonces respondió:

—Te puedo asegurar una dieta rica en alfalfa, fruta y verduras, bálsamo dos veces por semana y dos cambios de herradura al mes. Obviamente que si el negocio crece, nos podemos sentar a discutir aumentos.


Descornado no estaba muy conforme con lo ofrecido, pues era menos de lo que le daba la empresa; sin embargo era mejor que nada. Estiró la pata, el gato hizo lo mismo, y cerraron el acuerdo bajo la camioneta.


De esa manera se dio inicio a Peses con alas, una eficiente organización conformada por un Pegaso y un gato que, ofreciendo gusanos a las aves de los lagos y ríos, podían llevar peces frescos a distintos rincones del mundo, donde otros felinos agradecidos les pagaban con distintos productos. Y desde entonces las cigüeñas se quedaron con la noble labor de entregar a los bebés a sus nuevas familias.



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