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  • Foto del escritorLuis Montenegro

Reloj y Café

Actualizado: 27 abr 2019

Me llama poderosamente la atención el encanto abrumador que tiene esa mujer. Ya quisiera que no formara parte del relato y estuviera aquí compartiendo este delicioso café. Platicaríamos hasta bien entrada la noche y, quien sabe en verdad, tal vez averiguara lo que siente su amante al recibir sus atenciones.


Aunque lo que más me asombra es que pudiera atrapar justo la esencia de esa muchacha que me compartió parte de su intimidad, revelándome esos oscuros deseos que no se atrevía a llevar a cabo por temor a la reacción de sus padres y a no ser correspondida. Incluso fue mucho más allá al ofrecerme los territorios que ocultaba su ropa para que yo pudiera conseguir una imagen acertada a fin de introducirla en la fantasía que escribo.


Después de todas esas conversaciones que cualquiera podría pensar que terminaron en la cama, desapareció dejando su esencia en mi mente para que la plasme en una historia que otros leerán y probablemente creerán que es una de mis vivencias.


Cierro el portátil un momento con la vista cansada por tantas horas pegado a la pantalla. Me termino el café de un trago y le hago una seña al mesero para que me traiga uno más.


Faltan para las diez de la noche y no tengo ganas de retirarme del local. Si bien la mayoría de las cafeterías de la comuna resultan acogedoras, esta me da la impresión de que lo es aún más: El espectro de las ampolletas entrega un ambiente perfecto, le da cierto aire de calma, romance y, por qué no, misterio. Las mesas siempre están limpias y ordenadas, a la mínima mancha cambian el elegante mantel. La música siempre a volumen moderado reproduciendo los deliciosos cantos líricos de arpas y, a veces, el arrullo de la guitarra. Pero lo que más adoro de allí es el detalle rústico que la chimenea que crepita a pocos metros de mí le da a la habitación, ofreciendo el elemento primordial dentro de mi relato. Solo falta el reflejo del fuego en esa piel desnuda.


—Su café, señor —me dice el mesero con la misma cordialidad—.

Acaban de sacar unas galletas de jengibre ¿le apetece que le traiga una porción?

—Sí, por favor.


El joven de unos veinte y tantos años asiente con una sutil inclinación de cabeza, lo que me hace imaginar que estoy en un palacio y soy atendido por un siervo. Más allá beben y comparten las tareas cotidianas otros súbditos con cargos distintos al mío, y algunos se susurran algún secretillo que muero por conocer.


Me da la impresión de que la puerta se abre y que por ella ingresa un heraldo de mediana edad que anuncia la llegada de la doncella del palacio, y me sorprendo al descubrir que es la misma mujer del relato que estaba escribiendo hace un rato atrás, la que sin demora camina hacia mí bamboleando sus caderas. Me besa con deseo y se sienta junto a mí acomodándose el holgado vestido de tal forma que la silueta de sus piernas delgadas queda a mi disposición.


Retiro las ideas que con facilidad se apoderan de mi mente y abandono el supuesto palacio enfocándome en revolver el café a la espera de mis galletas. En realidad no tengo hambre, pero no está demás tener algo que comer, sobre todo si tengo en cuenta que no pruebo bocado desde el mediodía.

Un minuto para las diez. Es como si el tiempo no avanzara, lo que me agrada. Así puedo progresar más rápido en mi relato y ver que me deparan las líneas ya que, si bien yo soy el dueño de esa realidad alterna, al momento de ir escribiendo, los personajes se roban el protagonismo literalmente hablando, y terminan regalándome esos vuelcos inesperados que disfrutan tanto mis lectores.


—Sus galletas, señor —anuncia el chico dejándome un plato bajo con una docena de galletas de jengibre con figuritas de peces—. ¡Que las disfrute!

—Muchas gracias. Por cierto ¿hasta qué hora tienen abierto?

—Hasta medianoche, señor.

—Muy bien. Entonces te pido que me traigas la cuenta ahora, o más tarde se me puede olvidar. Agrega dos cafés más y otra porción de galletas, por favor.

—Ningún problema, señor.


Mientras el joven se retira escucho las sonajas de viento de la entrada. No me vuelvo a mirar, tiene que ser una de las personas que se retiran del lugar. Regreso a mi portátil y releo la última página. Me encanta la forma que está tomando aquella escena, si hasta me parece sentir el sabor de su boca y esas manos que con tanta gracilidad consumen al protagonista. Medito un segundo y cuando me dispongo a escribir lo que sigue:


—Disculpa ¿me puedo sentar aquí? —me pregunta una mujer con voz bastante seductora al tiempo que se quita un abrigo negro.


Creo conocerla, por lo que le dedico una mirada de reojo. Me encuentro con un par de ojos oscuros muy familiares que me hacen sentir en paz. No mide más de un metro sesenta y presenta su cabello negro hasta la mitad de la espalda enmarcando un rostro ligeramente tostado y alargado de rasgos sencillos pero delicados. El vestido burdeo con líneas transversales en azul que trae realza los detalles de su figura, sacando especial provecho de sus pechos bien formados al dar la impresión de ser mucho más grandes de lo que son.


Me encojo de hombros. Poco me importa que ella ocupe un lugar a la mesa porque me hallo ensimismado en narrar con detalle lo que sucede en mi historia.


Ella interpreta mi gesto correctamente y sin quitarme la mirada de encima cuelga el abrigo negro en el respaldar de la silla.


La observo detenidamente, guarda demasiada similitud con la protagonista de mi relato: cada mísero detalle ¡incluso los brazos delgados! o al menos más de lo aceptable para mi gusto.


Intento hacer memoria. Tal vez la vi en algún lugar y fusioné su apariencia con la de mi amiga, de otro modo no me explico tanta similitud; pero es improbable, creo que recordaría una mujer así. A menos que fuera mi amiga en persona, lo que resulta aún más improbable.


—¿No me dirás nada? —pregunta señalándose el escote con un gesto de su mano, como si anhelara que perdiera la razón en la palidez de sus bien formados pechos.

—¿Perdón? Me disculpará, señorita, pero no nos conocemos.

—No me saldrás con eso ahora, Álex. Sé que querías que estuviera aquí contigo ¿o me equivoco?


Niego con la cabeza. Definitivamente guarda demasiada semejanza con la protagonista de mi texto, o con la muchacha que se prestó como fuente de inspiración. Pero no podía ser cierto, ¡no sé nada de Karen hace tres años! es imposible que justo en esta noche regrese.


—Te asemejas más de lo que quisiera a una chica que no veo hace mucho –respondo reflexivo—, pero no eres ella, lo puedo garantizar.

—Claramente no puedo ser ninguna chica que conociste, si solo nos llevamos viendo dos días –replica disgustada.

—Seguramente me estás confundiendo con alguien más —afirmo regresando a mi texto. No perderé el tiempo con una desconocida, menos si puedo aprovecharlo en concretar mi relato.

Ella resopla molesta:

—Ayer me hiciste aparecer en tu vida. ¿Lo recuerdas? —preguntó sosteniéndome del antebrazo—.


Te fuiste a acostar pensando en Karen. Ella te pidió que la hicieras protagonista de una de tus fantasías más ardientes. Para eso te contó su intimidad, desde cuales eran las posiciones que más le gustaría probar al hacerlo hasta la apariencia que tenían sus partes: “Me recorto los vellos para que se vea bonita, un triangulito perfecto”. ¿Eso te contaba, verdad?


Sé que mi rostro debe ser un poema. Efectivamente Karen me contó eso y mucho más. Mas no es lógico que esta mujer lo sepa, se supone que esas conversaciones que tuvimos por whatsapp se quedaron allí y que por nada del mundo saldrían del chat. Entonces ¿cómo supo de esos detalles?


—No sé de qué me estás hablando —quise mantenerme en mi postura.

—Querías que estuviese aquí.


Morías por ver las formas de mis pechos bajo el espectro luminoso de las llamas. No te resistas, Álex, solo estoy cumpliendo la fantasía que expresas desde lo más recóndito de tus carnes. Puede que sea un simple relato, o más bien así lo ve el resto del mundo; sin embargo, tú no lo percibes así. Para ti es una realidad más, una realidad que ulula en tus sentidos alterando tus hormonas. Sé que en este preciso instante te abalanzarías sobre mí como una bestia salvaje, me arrojarías al suelo junto a la chimenea para arrancarme el vestido con las manos y... bueno, tú eres el escritor, quien conoce lo que le depara a mi piel cuando caiga presa de tus manos y labios.


La escucho y me quedo helado. No existe forma de que sepa lo que pienso al escribir, si eso no lo voy comentando con nadie. Entonces reparo en que la cafetería está vacía. Ni siquiera el mesero o el cocinero se hallan a la vista.


Por otro lado, tanto el reloj mural como mi portátil y mi teléfono móvil marcan la misma hora. 22:00 horas, ni un segundo más, ni uno menos. Por las dudas me quedo aguardando el paso del tiempo, pero las manecillas del reloj no se mueven.


—¿Te preocupa la hora, Álex?

Descolocado con todo esto me incorporo. Ella hace lo mismo.

—¿De qué se trata todo esto? —le pregunto sin titubear.

—No tengo respuesta a eso, tú me creaste, deberías conocer lo poderoso que pueden llegar a ser tus deseos. Solo mira, soy de carne y hueso, ya no más una quimera de tu mente.


Dicho esto lleva mis manos hasta su talle y puedo percibir el calor de su cuerpo traspasar el material del vestido. ¿Qué clase de mal sueño es este?


—Dime —me impuse dando un paso atrás—. ¿De qué viene todo esto?


En esta oportunidad ella se encoge de hombros. En su rostro distingo la misma sorpresa. ¿Será que realmente ninguno de los dos tiene la verdad de lo que ocurre?


—Ya te dije que tú me creaste.

—Esto no tiene sentido.

—¿Por qué razón todo tiene que tener un sentido? —me increpa ella—. ¿Crees que yo decidí aparecer de la nada? no, métetelo bien en la cabeza. Tú me diste la energía, me brindaste de una imagen e incluso de un nombre.

—¿Un nombre...?

—Sí, un nombre.

—¿Qué nombre?

—El que quieras —respondió ella acercándose a la chimenea—. Puedo ser Behida o Celeste, de tu amada saga "El Corazón En La Espada"; Karilén o Zoraida, de "Tierra De Reyes”; o quizás quieres que sea Nissy, la intrépida vampiresa de la novela "El Elegido"; incluso podría tomar el papel de Dessus, esa diosa perfecta que creaste en "Los Tesoros De Los Dioses". Dime ¿cual nombre te ´parece más adecuado para mí?


Doy un respingo. No me dejaré reducir con esto, los nombres de mis personajes preferidos no son un secreto para nadie.


—Olvídalo, no caeré en tu juego.


Con una sensualidad única se quita el vestido y lo deja colgado en el respaldar de la silla, quedando únicamente con la calza negra ajustada y las botas largas. No me sorprende la ausencia de sujetador. Pues si su intención desde el principio es provocarme para que terminemos revolcándonos en la alfombra junto al fuego, me parece una jugada bastante inteligente. No niego que mis ojos se pasean descaradamente por su cuerpo: el contraste con el reflejo de las llamas es tal cual lo imaginaba mientras lo escribía en mi relato.


—¿Esto te parece un juego? ¿O sigo siendo irreal? —inquiere ella en un sutil murmullo—. Admítelo Álex, sé que me conoces muy bien y esperabas esto.


Me tiene contra la pared. Sin querer creerlo, vuelvo a mirar el reloj mural: siguen las manecillas congeladas.


—¿Qué ocurre con el tiempo?

—Está detenido —respondió quitándose las botas—. Ven, este es nuestro momento. Revive en mí lo mismo que plasmas en el relato, hazme lo mismo que el protagonista le hace a Karen.


Al mirarla despojarse de la calza y la ropa interior, me cuestiono si realmente sigo despierto en la cafetería. Es una mujer preciosa, un deleite ver cómo el reflejo del fuego danza en su piel ligeramente tostada, de la misma forma que entre las líneas de mi escrito. Es delgada y delicada, con sus formas bien definidas, sin más ni menos. El mismo recorte de los vellos en su entrepierna como si su imagen fuera tomada directamente de la seguridad de mi mente, sondeando hasta el más mínimo detalle.

Me mira fijamente invitándome a poseerla y dejo de pensar. Al tenerla cerca le apoyo las manos en los hombros, ¡cuánta suavidad! ¡Cuánto ardor! Siento la energía fluir por mis carnes. ¡Es la misma sensación! sí, exactamente la misma sensación al imaginar la escena.


Se apega a mí, su cuerpo se mueve con impulsos misteriosos que me descolocan. El roce de sus labios en mi rostro, sus manos arrebatándome las prendas y el calor del fuego... me está haciendo perder la razón.


Desde que nuestros labios se juntan y tengo su sabor para degustar ya no sé lo que hago, mis manos pierden el control en su piel desnuda y la recorren de principio a fin. Cuidadosamente la ayudo a sentarse en la alfombra, a la misma distancia de la chimenea en que mis protagonistas consumieron sus impulsos.


Atrapo sus pechos con mis manos, los acaricio con mucho cuidado reconociendo esa forma embriagadora, especialmente su textura esponjosa. Su boca no hace otra cosa que dejarse poseer y ella, rodeándome la cintura con las piernas, permite que quedemos completamente piel contra piel.

Hundo la nariz entre los cabellos que se desparraman en su cuello y oigo que deja escapar unos jadeos que animan aún más al animal que habita en lo más profundo de mis entrañas. Lo anima a tal punto que me parece oírlo rugir antes de tumbarla para sentirla aún mejor.


El olor de su cuerpo es la fragancia más maravillosa que puedo recordar, el poderoso éxtasis que alimenta mi pasión.


Le recorro los muslos hasta fundir mis dedos en su humedad y me estremezco al tener su primer gemido: un canto hermoso que emergía de su garganta sin pudor, sin nadie que la hiciera callar. Quiero alcanzar su máxima profundidad, así que la continúo explorando con avidez al tiempo que le acaricio la cadera y las nalgas.


Se retuerce bajo mi cuerpo, los espasmos la poseen por completo. Sus gemidos se vuelven aún más fuertes cuando la beso entre los pechos y dejo que mi lengua juguetee traviesa sobre ellos. Alternando entre uno y otro, beso y lamo sus erectos pezones.


De pronto ella no lo soporta más y me aprieta la cabeza con sus manos, casi me trago su pecho derecho.

Llega el momento de ser partícipe de su locura, así que la tomo con ambas manos por las caderas y la penetro sin compasión. Su llamarada me funde las carnes, sus fluidos terminan por liberar la lujuria y sus pies entrecruzados no me dejan espacio para retroceder. El impulso de nuestros movimientos dejan en claro que de una u otra forma ambos lo esperábamos, que se remarca por las caricias que hacen innecesarias las palabras.


Le estrujo las nalgas sin dejar de penetrarla una y otra vez. No le ofrezco descanso, vuelco sobre sus carnes sudadas cada uno de mis impulsos. El único testigo de nuestras acciones es el fuego que crepita dentro de la chimenea bañándonos con su reflejo espectral.


Aparta sus labios de los míos y me ofrece sus gemidos. A continuación las posiciones se invierten dejándome abajo. Su boca voraz se apega a mi cuello y derrama sus cabellos sobre mis hombros. Pasado el tiempo se arquea facilitando la penetración y comienza sus movimientos: sube lentamente y baja de golpe exclamando mi nombre. Me entierra las uñas y acelera su vaivén. El desenfreno cobra vida entre nosotros, besándonos, tocándonos.


Con una mano la aprieto contra mi cuerpo, mientras con la otra la jalo del cabello. Esto es como haberle arrojado bencina al fogón, pues se entrega aún más a la lujuria que parece servida en bandeja. Frota sus redondos pechos contra mí, aprisiona aún más sus muslos a mi cintura y se clava profundo en mi sexo palpitante. Las poderosas oleadas de la máxima expresión del placer ya se dejan sentir como violentos estremecimientos que tensan nuestros músculos y la atraigo de las caderas para penetrarla por última vez hasta la matriz con todas mis fuerzas. Ella se inclinó para morderme el lóbulo de la oreja, lo que desata una sensación electrizante que recorre mi espina dorsal y me deja tendido allí sin posibilidades de reacción.


—Nos volveremos a ver... —murmura en mi oído antes de desvanecerse como la brisa.

Exaltado me aparto de la mesa. El joven me deja el vale en una bandejita metálica y se muestra extrañado por mi repentina reacción.

—¿Todo bien, señor?

—Sí —digo en un hilillo de voz verificando en el reloj mural que ya es las 22:01—. Todo bien... muchas gracias.


Le doy el dinero al muchacho y enseguida me toco la oreja izquierda. El contacto de la boca de ella sigue allí.


No tengo interés alguno en buscar una respuesta lógica a lo ocurrido, o me veré obligado a cuestionar mi salud mental.


Decido tomarme el café releyendo la última página de mi relato. Para mi sorpresa allí está todo: la chimenea crepitando, los dos amantes y el reloj con las manecillas marcando las 22:00 horas...




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