-¿En qué piensas, Luis? -me preguntó mi madre de pie junto a la puerta entreabierta de la habitación.
Sacudí la cabeza queriendo disipar todos aquellos pensamientos que me tenían ensimismado. Entonces respondí con lo que pudo traducirse como un ligero murmullo:
-En nada en particular.
-Oh, bien… te veías bastante ido, me preocupaste.
Sonreí y giré el rostro hacia la ventana que mostraba un día radiante, sin la típica bruma que me impedía disfrutar del mar.
-Bueno… Solo tú te entiendes. Baja a tomar desayuno, ya está servido.
-Sí, me visto y voy.
-No demores. Te quiero.
-Yo igual, mamita.
Cerró la puerta, y cuando saqué la ropa de abajo de la almohada le dediqué una mirada de soslayo a George. Ese gato perezoso aún dormía, enrollado por completo en un rincón de la cama. No era más que un bolón negro y peludo.
Me recordaba tanto a Cholita, la gata más vieja que tuvimos en la casa de mis abuelos de Graneros. Esa gata era tan linda: gorda, con pelaje brillante y repleto de vida. Lo más maravilloso de todo era que la habíamos criado desde pequeña, cuando no era más que una pelusita negra que cabía en la palma de la mano. Y George parecía la reencarnación de Cholita, supongo que por eso mismo es que me encariñé tanto con ese mañoso.
A pesar de quedarme cuatro días de vacaciones, seguía vistiendo esas poleras medianamente formales de cuello abotonado sin estampados ni marcas. El resto de mi ropa también era corriente y cotidiana: jeans clásicos y zapatillas negras.
Bajé dejando la puerta de mi cuarto entreabierta, y cuando tuve la alfombra del comedor bajo mis pies, George pasó corriendo adelante con la cola levantada y se fue derechito a la cocina donde lo aguardaba su desayuno.
-Hijo, tienes muy mimado a ese gato -comentó mi padre mientras esparcía mantequilla sobre una de las tostadas.
-Uf, sí. Ya no tiene remedio, es como mi sombra.
-Así parece. Toma asiento, tu mamá ya te trae el té.
Sonreí. Me agradaba tanto que George fuese tan cercano a mí. De él sentía un cariño sincero contrario a lo que muchos afirmaban: que era normal en una mascota, especialmente si sabía que su dueño era quien le daba de comer. De hecho ese fue el gran problema que tuve con mi ex novia. A ella le gustaban los animales, pero a su modo. Siempre refunfuñaba cuando saludaba o les hacía cariño a los perros que veía en la calle. Y era protesta segura si George dormía al rincón de mi cama cuando ella se quedaba conmigo.
-¿Vas a salir? -me preguntó mi padre acercándome las tostadas.
-Ams… solo a dar una vuelta a la plaza.
-¿Hijo, de cuando que no sales con ninguna niña? Recuerda que quiero ser abuelo.
-Eh… seis o siete meses; no estoy seguro.
-Ah, pero ya estaría bien que conocieras a alguna. ¡Hay tanta chiquilla linda por ahí!
-No, déjame solito, así estoy bien.
Con dos relaciones largas cerradas de mala forma me estaba decepcionando un poco de la vida. Tal vez yo no servía para estar en pareja y era mi destino quedarme solo. El comentario típico de mis amigos era que había que probar hasta que algo resultara; sin embargo, no me apetecía ir como picaflor, de una en una, buscando donde encajar. Además tenía a mi gato, no necesitaba nada más.
-¿Y esa niña con la que hablabas por chat?
-Ahí está, estudiando, o eso supongo.
-¿Ya no hablas con ella? -insistió mi padre.
-Eh, sí, pero no como antes. Era una cuestión a distancia. Tú entiendes, algo realmente imposible.
¡Cómo me dolía afirmar eso! En poco tiempo me hizo sentir tantas cosas bonitas. Casi revivió la esperanza de que existiera una posibilidad de construir algo serio. Tal vez hasta podría alcanzar a tener esa familia que tanto añoraba. Pero no… una vez más me restregaban en la cara que nada podía ser tan bueno, y que mi George era el único que se quedaría conmigo a parte de mi familia, claro estaba.
-Ya, Benja, déjalo tranquilo -llegó mi madre al rescate, colocándome en frente la humeante taza de te de hojas-. Él sabrá cuando tendrá novia nuevamente.
Asentí con aire ausente y probé el té. Estaba delicioso, no tenía comparación con las bolsas procesadas del mercado. Todo un manjar.
-Hijo, por favor, rasúrate esa barba -me indicó mi madre, señalándose la barbilla-. Igual que a tu padre, ¡te cresen como cuatro pelos locos!
Miré a mi padre y me reí al distinguir aquel intento de barba en forma de candado. Luego me toqué la barbilla, definitivamente sí, me hacía falta una afeitada. ¡Éramos tan lampiños! Ay. Entonces me cuestioné lo de siempre ¿porqué me heredó ese tipo de detalles? ¡Cuando me podría haber heredado su contextura delgada o su tez morena!
Al terminar de tomar desayuno me metí al baño para rasurarme. A continuación salí a la calle.
En cierto modo me simpatizaba la decisión de mi madre al mudarnos cerca de la playa. La dulce brisa, las aves pululando en lo alto, me agradaba; aunque, de igual forma, extrañaba el campo y a mi abuela. Seguro que en ese instante mi abuelo estaría sentado en el mesón del patio jugueteando con los gatos. Y yo allí estaba, a quince minutos a pie de la orilla de la playa, cerca de la plaza principal que se asemejaba más a un bello jardín botánico.
Cuando vi que en uno de los extremos de la plaza estaba uno de aquellos fanáticos religiosos predicando su verdad, me encaminé hacia el otro extremo a fin de evitar por todos los medios oír aquella salsa de estupideces que solo les sirve a los creyentes. Tomé asiento bajo la generosa sombra de uno de los árboles y observé en silencio el entorno.
Una parejita de adolecentes compartía una agradable conversación entre dulces besos, un padre y su hijo, una mujer y su bebé… que bonito, la tierna ironía de la vida argumentándome dolorosamente que estaba solo, ni siquiera tenía la compañía de un hijo.
El único gran compañero de mis días me esperaba en la casa, demandando con maullidos y ronroneos alimento y atención. Oh por Dios, ese gato. Creo que tendría que haber sido menos flexible con él, lo tenía demasiado consentido.
Saludé a un perrito mestizo que se paseaba por ahí y él respondió inmediatamente agitando la cola. Le hice señas con la mano, entonces se acercó y apoyó la robusta cabeza en mi pierna. Estaba sucio y hasta tenía un par de heridas de peleas; pero esto no fue motivo para no regalarle un par de atenciones. Al fin y al cavo él no tenía la culpa de estar allí, mugriento y mal alimentado. El perrito tomó confianza y apoyó sus patas sobre mis piernas y frotó su hocico contra mi mano.
No entendía como podía haber gente que no se conmoviera con algo así. La naturaleza me demostraba de esta forma que para todo había una ligera esperanza, solo había que encontrarla. A veces aguardaba en una caricia casual o en algún resto de alimento.
Dos mujeres que pasaban hicieron un gesto de asco al verme, lo que me hizo fruncir el ceño. Iguales a mi ex novia, gente sin escrúpulos que no entendía que ellos también eran seres vivos y tenían sentimientos. Con mayor razón seguí acariciándolo por entre las orejas, hasta que otro perro se asomó desde otra parte de la plaza y mi amigo peludo salió a su encuentro dando ladridos.
Sonreí. Los animales eran mi felicidad, y disfrutaba de ella mientras sentía la deliciosa briza marina agitando mis cabellos.
De pronto advertí que mis ojos se humedecían y me embargaba la pena sin razón aparente. Sentí unas profundas ganas de llorar y gritar a los cuatro vientos. Pero si abría mi boca, no supe bien que saldría de ella: maldiciones sin sentido o algo con coherencia; tal era la intensidad de mi angustia y de la amargura que brotaba de las profundidades de mi garganta que se apretaba.
Resoplé apesadumbrado, y cuando pensé que nada podía ser peor, a mis oídos llegaron las palabras del predicador. Realmente no asimilaba por completo su comportamiento: esparcían la palabra de su fe sin dudar un solo momento ni temer las consecuencias, y era mucha la gente que los trataba mal.
Yo jamás insulté a nadie que me detuviera para enseñarme aquello que creía real. Simplemente prefería evitarlo y callar en lo posible. Pero esta vez me pareció curioso lo que este hombre decía:
-¡No ignoren la señal de los manchados! La noche ardiente se acerca, y la muerte visitará sus hogares en forma de fuego y tomará la vida de aquellos que presenten las marcas. ¡Se comienza a limpiar este mundo!
“¿Los manchados?” Me pregunté esbozando una sonrisa. Tanta cosa que se les ocurría a estas personas. No comprendía cómo podían arrastrar tantos seguidores. Desde que tuve memoria han hablado de los últimos tiempos, del mecías, las tribulaciones, las persecuciones a los enviados por Dios y tantas cosas de las que no había ocurrido ni la mitad.
-La muerte aguarda por aquellos con la piel manchada ¡y tendremos que desprendernos de ellos! Aunque sea nuestro hijo o nuestra esposa. Alrededor de ellos se desatará el infierno. ¡Y reducirá sus cuerpos a cenizas!
Hartado con tanta estupidez regresé a casa. Mientras me alejaba de la plaza oía como algunos hombres y mujeres que se hallaban escuchando a este sujeto se lamentaban, puesto que se suponía que presentaban dichas manchas.
Los ignoré y apresuré el paso. Quería llegar a casa, me cambiaría de ropa y bajaría a la playa.
Al poner un pie en el comedor, oí a mi madre:
-Luis, si eres tú, ¡no te olvides de tirar toda la ropa sucia a la lavadora!
Seguramente estaba metida en el baño, ¡ay mi mamita!
Subí a mi habitación y me encontré a George sobre la cama estirado de costado, revolcándose y haciéndose el regalón. Sonreí y me acerqué a él, acariciándolo y dándole besitos en la cabeza. Ay mi George, mi bebé, ¡tan lindo que es!
Busqué otra polera y unos pantalones cortos, sin sospechar lo que encontraría.
Mientras volvía las prendas al derecho, reparé en dos extrañas manchas que tenía en el cuerpo. Me acerqué al espejo queriendo verlas mejor y, sí, allí estaban: la primera sobre la clavícula y la segunda justo en el hombro derecho. Traté de recordar cómo me las había hecho, mas no, ¡nada!
Deslicé los dedos por sobre las manchas. No tenían textura alguna, contrario a lo que creía puesto que lucían como quemaduras.
Me azoraron las palabras del fanático religioso que hicieron eco en mi cabeza. ¿Sería uno de aquellos manchados que moriría quemado por fuego? ¡Dios, no! Solo se trataba de palabras empujadas por fe, fe sin fundamento alguno, fe que solo llenaba a los creyentes.
Me vestí, dejé la ropa en la lavadora y salí. No le daría importancia a una simple coincidencia, si no que mataría el tiempo caminando por la arena y oyendo el rugido del mar coreado por gaviotas y pelícanos.
Recostado bajo una sombrilla comencé a sentir pasar el tiempo. El sol ascendía lentamente al horizonte y las familias se reunían a ver el precioso atardecer. La mayoría era turistas, ya que la gente de la zona estaba más que acostumbrada a ese fenómeno.
Volví a casa y aproveché de tomar once con mis padres que ya estaban sentados a la mesa. Después subí a dormir, las emociones del día me habían dejado agotado.
Agradeciendo que el día llegara a su fin, me Arropé hasta la cintura en mi cama y recibí a George acurrucándolo a mi lado. A continuación pasé los dedos por sobre mis manchas recapitulando las palabras que había oído del hombre en la plaza.
¿Y si realmente llegara la noche ardiente? ¡Sería un peligro viviente para mi familia!
Di un par de vueltas en la cama antes de conciliar el sueño, sin poder detener un solo instante el huracán de pensamientos que se había formado en mi cabeza. Esto me causó horrendas pesadillas.
Al día siguiente, unas molestas sirenas de patrullas policiales acompañadas por desgarradores gritos de hombres y mujeres captaron mi atención. De un salto me senté en la cama y me quedé allí, con las cobijas amontonadas sobre las piernas. Mientras, George con la cabeza levantada, comenzó a girar y volverse en todas direcciones.
¿Qué estaría sucediendo afuera?
George bufó, y nos estremecimos al mismo tiempo cuando la puerta del cuarto se abrió. Mi madre entró a la habitación pálida y angustiada.
-¿Qué sucede? -le pregunté y aguardé por las respuestas.
-Las autoridades, hijo…
-¿Qué mierda quieren?
-Nos ordenaron retirarnos de las casas, seremos reubicados en otras localidades.
-¿Y eso? -me mostré inquieto.
-Los manchados…
Recuerdo haberme quedado pálido y boquiabierto. ¡Otra vez esa cuestión de los manchados! Y las palabras del sujeto resonaron en mi cabeza ¿sería cierto que moriría quemado?
-¿Qué ocurre con eso, madre? ¡Explícate, por favor!
-Todos los que presenten las marcas se tienen que quedar, no pueden abandonar la ciudad.
-Morirán quemados -musité, apretando la mano contra mi pecho.
-¿Qué sabes de esto, Luis? -me preguntó sentándose a los pies de la cama.
Me quité la parte superior del pijama, enseñándole las manchas. Ella sollozó ahogándose en lágrimas.
-Oí a un tipo en la plaza que hablaba de los manchados ¡creí que se trataba de otra estupidez de los fanáticos! Pero ya veo que no era así. Se supone que llegará la noche ardiente, y entonces moriremos quemados…
Al oír esto mi madre dio un alarido, lo que hizo que mi padre subiera en pocos segundos. Nos observó y cuando localizó las marcas en mi cuerpo, se acercó a consolar a mi madre sin quitarme los ojos tristes de encima.
-Al menos mi hermano llega dentro de cinco días de México –dije mientras comenzaba a vestirme-. No tiene que presenciar esto.
Ellos no dijeron una sola palabra, la pena era demasiado profunda.
Medité en todo lo vivido hasta mis veintisiete años. Luché por recordar y pasearme por cada momento de mi vida, tanto bueno como malo, buscando un porqué para esta situación. Sabía que cometí varios errores, como todo mortal. ¿Pero que habría hecho tan terrible para que se me castigara así?
Entré al baño y traté de borrarme las manchas. No hubo caso. Las manchas seguían allí, condenándome, firmando mi sentencia de muerte.
No tenía hambre, así que me asomé al corredor frente a la casa para observar sin abrir la reja. No era yo el único presa de la angustia. Oía y veía a otras personas desesperadas y aterradas, ya sea por ser parte de los destinados a perecer en la noche o por tener el valor de retirarse de la ciudad sin mirar atrás.
Los oficiales se movilizaban por las aceras cargando equipajes. ¡Maldita sea! La suerte estaba echada.
Le di un puñetazo al pilar de soporte estremeciendo el techo del corredor. Me pareció que me rompí o disloqué un par de dedos. Como fuera, me sirvió para mitigar la angustia. ¡Al final moriría quemado!
¿Qué diría mi abuela cuando se enterara de esto? ¡Ella me amaba como a un hijo! Oh, por la mierda ¡cuánta impotencia!
Las horas transcurrieron. Con la conmoción que había en la calle, permanecí sentado en el sofá con la mirada perdida en el techo. George no se quitaba de mi lado, se paseaba de un lado a otro acariciándose contra mí como si comprendiera aquello que me aguardaba.
-¿Qué más les dijeron los oficiales? -le pregunté a mi madre que pasaba por ahí para entrar a la cocina.
-No dieron detalles -respondió deteniéndose sin volverse a mirarme-. Como todo lo realmente importante, siempre se quedan con lo más podrido.
-Bueno, no me extraña, la verdad.
Tomé el teléfono y comencé a mirar cada contacto que tenía guardado y que no vería más. Las personas que consideraba importantes, mis familiares y amigos, los conocidos ¿me recordarían cuando todo esto termine? ¿Seguiría vivo al menos en sus corazones? Entonces demandé a gritos un abrazo.
Necesitaba sentir en carne propia que era importante para alguien. Como le habría dado las gracias al destino si hubiera permitido que mi ex novia entrara por aquella puerta, me abrazara y me dijera cuanto me había extrañado.
La desesperación se apoderaba de mí al tratar de imaginar qué habría más allá, cuando mi carne fuera devorada por las llamas y tuviera que viajar al otro lado, donde mi espíritu descansaría. ¿Dolería aquel proceso? Oh, ¡maldita sea!
Como no podía quedarme sentado a causa de los nervios salí al corredor una vez más. Faltaba tan poco tiempo para que todo llegara a su fin ¡y el reloj parecía disfrutar con ello!
Mis padres comenzaron a sacar las maletas a la acera mientras yo, de pie en un rincón, no hacía más que observarlos.
George se situó entre mis piernas contemplándome con sus pupilas amarillentas como si tratara de hablarme, ¿conocería algún detalle de suma importancia que pudiera salvarme? Lo cogí en brazos, lo alcé hasta quedar a centímetros de mi cara y nuestras miradas se encontraron. Supe entonces que podía sentir mi dolor por lo que ambos sufríamos en silencio.
Lo abracé como nunca, lo apreté con fuerza contra mí y él me lo permitió. Por primera vez George se quedó quietecito en mis brazos, lamentándose.
No supe exactamente cuánto tiempo permanecimos en la misma posición, solo sé que cuando regresé a la realidad el atardecer estaba sobre nuestras cabezas. Mis padres se hallaban del otro lado de la reja. Había lágrimas en sus ojos, y verlo partió en pedazos mi corazón.
-Tranquilos. Todo pasa por algo -les dije avanzando hacia ellos con George en los brazos-. Por favor, cuiden bien de este perezoso, sean pacientes con él, me extrañará.
Cuando las manos de mi madre se aproximaron a George, este se crispó y le bufó enseñándole los dientes y las garras. Lo regañé pero no pude calmarlo, estaba enloquecido.
-George, tienes que irte. No quiero que te pase nada.
Mi madre trató nuevamente de agarrarlo. Pero en esta oportunidad la arañó y a mí, me mordió. Lo solté, y en vez de echar a correr hacia cualquier lugar, se apegó maullando a mis piernas.
-No te dejará solo -dijo mi madre al notar el fiero comportamiento del gato.
-¡Ay, George! -musité con un suspiro sofocado, acunclillándome para acariciar a mi fiel compañero-. No quiero que te pase lo mismo que a mí.
-Hijo -comenzó diciendo mi padre-. Él no se irá. No dejará que lo alejen de ti.
Se me formó un nudo en la garganta y las lágrimas estuvieron a punto de brotar de mis ojos cual un manantial. Entonces lo volví a coger en brazos y le di un abrazo muy apretado.
-Está bien, George –suspiré-, te quedarás conmigo.
Apreté los párpados para alejar las lágrimas que luchaban por salir de mis ojos. Entonces oí la sirena de las patrullas a lo lejos.
-Hijo -dijo mi madre con voz trémula-, nos tenemos que ir.
Asentí cabizbajo apretando el barrote de la reja en mi puño cerrado. Un abrazo de mis padres fue el último contacto que tuve con ellos y luego se alejaron llorando.
Temblaba. La impotencia de la situación me atenazaba una vez más, pero ya no quedaba nada más por hacer. Era el fin.
Di media vuelta y entré a la casa acompañado del dulce ronroneo de George, y los gritos de las personas se quedaron en el exterior.
Cerré la puerta y centré la atención en la ventana para apreciar por última vez cómo la luz del día se extinguía dando paso al crepúsculo y, junto con él, a mi último aliento. Llegaba la hora de emprender el viaje rumbo a un mundo diferente. Tantas personas se daban el lujo de especular con él, pero yo lo conocería ese día. Lamentablemente no tendría la oportunidad de comentarles sobre dicho lugar a mis seres queridos, tendrían que conocerlo cuando les llegue su hora, como a George y a mí.
Repentinamente una niebla que trajo consigo un terrible hedor a azufre se extendió a mí alrededor.
-Adiós George –susurré, luego le regalé un último beso en la cabeza a mi gatito, mi bebé.
Él maulló en respuesta a mi muestra de cariño. Entonces todo terminó.
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