Un día, solo un día me restaba en el puerto. Se acababan las vacaciones y debía volver a la capital una vez más, a la selva de concreto y contaminación. Me dijeron muchas veces que mi forma de ver las cosas cambiaría al viajar al sur, al pasar de los parques forestales y los preciosos campos a la brisa marina, la hospitalidad de los pescadores y el peculiar graznido de las gaviotas.
Mientras bebía un café con leche para calentar el cuerpo y lo acompañaba con una crujiente tortilla con queso de cabra, repasaba un borrador en mi cuaderno de dibujos. Se trataba de la imagen de Inara, una hermosa joven que conocí junto a la playa, con la que nos llevábamos viendo cada tarde junto a las rocas desde hace un poco más de una semana. En el boceto no conseguía atrapar la magia de su encanto, pero de seguro en el lienzo si lo conseguiría; por lo tanto, una vez en mi departamento de la capital, con ayuda de las fotografías que tenía de ella, me pondría a trabajar para darle la vida que esperaba.
Repasé su imagen en mi cabeza y le retoqué los labios con el carboncillo: tenían que mostrarse finos y sensuales. Me sentí conforme con lo que veía, pero me parecía que aún faltaba un poco más, no lograba regocijarme con la delicia de un dibujo vivo, seguía a medio acabar.
Terminé el café, y lo que me restaba de tortilla lo metí envuelto en servilletas al morral. Luego salí sin esperar a que alumbrara el sol. La niebla se extendía como un velo por sobre el puerto, impregnándole de una belleza singular, y cuando hallé un sitio perfecto para acomodarme con mi cuaderno tracé un par de líneas, tomé unas pocas fotografías y continué turisteando.
Me entraban ganas de mudarme a este lugar. Quizás llegara a pintar cuadros maravillosos y, aunque no tuviese el talento suficiente para exhibirlos en alguna importante galería de arte, sabía que tarde o temprano serían reconocidos por aquellos que más que mirar, se dedicaban a observar el arte.
Pasado el mediodía me acerqué a la playa. El sol se asomaba de vez en cuando por entre las nubes disipando la niebla por completo. Me quedé mirando los roqueríos en donde me encontraba con Inara, cuestionándome porqué debía ser allí y no en otra parte: ¿tendría algún problema con la gente del puerto? ¿o sería que ocultaba algo? Fuera como fuera así eran las cosas, y no podía comenzar a cuestionarme eso ahora, menos cuando este breve e intenso capítulo de nuestras vidas estaba a poco de marcar el punto final, y tal vez no existiese una continuación.
Que deleite era oír las olas, las gaviotas… me sentía atrapado en aquel embriagante encanto. Resultaba tan cautivador aquel paraje que ni cuenta me di de cómo se esfumaban las horas, ni de cómo llegó otra vez nuestro ansiado encuentro sobre las rocas.
Me aparté de la multitud y avancé a paso firme y decidido al sitio acordado. El cielo enrojecía, y a mis pies la fina arena comenzaba a tomar consistencia volviéndose más pedregosa. Se distinguían conchas y algas arrojadas a la orilla cuando la marea subía, y en las grietas de las piedras se avistaban charcos de agua salada.
Llegué hasta una empinada bajada de un poco más de un metro, y allí estaba Inara sentada en la arena jugueteando con las suaves olas. Su extraña cabellera plateada me pareció mucho más brillante, detalle que le entregaba cierto misterio. Como la noté ensimismada en sus pensamientos, bajé cuidadosamente esperando no molestarla. Cuando estuve junto a ella me miró de reojo y percibí tristeza en sus pupilas pardas, como si en cualquier momento se precipitaría una lágrima por su blanca piel.
-Eric...
-¿Sucede algo, Inara?
-Al amanecer volveré a la isla.
No supe que decir.
La puesta de sol se manifestó como un colorido lienzo pintado por la mano de dios. Cómo me hubiese gustado atrapar aquella vista en un dibujo, o al menos con la cámara; pero ni con la tecnología más avanzada se captaba la infinita belleza que expresaba la naturaleza en un espectáculo gratuito que tan pocos se molestaban en disfrutar.
-¿Dónde vives, Inara?
-En la Isla Laitec. Es preciosa, podrías ir a visitarnos. Con mis hermanos disfrutamos mucho del mar, es tan hermoso...
-Y misterioso -musité, embelesado con todo lo que se disponía para mi goce.
-Sí...
De repente, advertí que las aguas se agitaban a la distancia. Quizás un animal saliera a respirar como la mayoría de los mamíferos marinos. Me pareció que era un lobo marino, pero de un color similar a los cabellos de Inara. La criatura giró, como si jugara, y tras quedarnos mirando por unos segundos se sumergió.
No daba crédito a lo que había visto, ¡una bestia plateada! y al tiempo que lo buscaba minuciosamente en los alrededores me trataba de convencer de que solo sería un juego de mi imaginación.
Inara se puso de pie y se acercó a mí rodeándome con sus brazos. ¿habría visto ella al animal? Supuse que no, pues no parecía impresionada: prueba suficiente de que estaba alucinando. Pensando esto, decidí olvidarme del asunto y continuar disfrutando del momento. Me mostré receptivo. Mientras acariciaba su espalda me dejé atrapar por el esquicito aroma de sus cabellos argénteos. Noté el calor de su cuerpo traspasar su traje de baño color esmeralda.
-¿Vamos a pasear por el puerto? -me preguntó, dando un paso atrás y aferrándome de las manos.
-Claro.
Dejamos las rocas atrás y caminamos por la orilla de la playa, ignorando por completo a los turistas y pescadores: solo éramos nosotros dos y el mar.
El tiempo junto a Inara se pasaba volando, y no nos dimos cuenta cuando ya tuvimos la luna por sobre nuestras cabezas. Permanecimos en la balaustrada de piedra observando el reflejo plateado en el suave movimiento de las aguas.
Comenzaba a enfriar, y al ver que Inara se frotaba los brazos buscando calor, saqué el chaleco que traía en el morral y la abrigué. Como era más pequeña y esbelta, la prenda casi le llegaba a las rodillas; no obstante eso daba igual: estaría caliente y abrigada.
-Gracias, Eric, -me dijo acomodándose las mangas.
-Para la próxima procura traer con que abrigarte.
-Intentaré recordarlo, lo prometo.
Di un paso atrás, no quería incomodarla. Compartimos una sonrisa y regresé junto al mar. Las estrellas se insinuaban tímidas reflejándose como gotitas diminutas en las aguas.
-¿Qué animal te gustaría ser, Eric? -me preguntó mirándome por el rabillo del ojo y pronunciando mi nombre como un suspiro.
Sopesé la respuesta, y contemplando la imagen majestuosa del astro nocturno respondí:
Un ave. Sería maravilloso poder emigrar con el cambio de estaciones. ¡imagina cuantos parajes podría conocer! ¿Y tú?
-Un Delfín... y poder deleitar con mis piruetas a los amantes del mar, ¡Sería hermoso!
-Sin duda alguna -afirmé con convicción, tomando su mano con suavidad.
Nos miramos. La briza sacudía nuestros cabellos. Estábamos allí, sin una sola alma en las calles que pudiese interrumpirnos. Me aproximé, moría por probar de sus labios rojos desde el primer momento en que la vi de pie junto a las rocas, con aquel vestido azul que revolvía el viento.
-¿Me recordarás, Eric?
-Sería un poco complicado olvidar estos días juntos, han sido verdaderamente mágicos.
-¿Como un sueño?
-Sí, creo que eso lo resumiría todo -dije en un murmullo casi imperceptible antes de besarla en la frente.
Ella buscó mi boca y nos fundimos en ese apasionado contacto que ambos aguardábamos. Se apegó a mi cuerpo, permitiendo que la abrazara con fuerzas.
Repentinamente oímos un bramido que provenía del mar. Inara retrocedió aterrada. Traté de avistar al responsable de aquel sonido, pero no vi nada. Entonces regresé con ella queriendo contenerla, mas me apartó de un manotón.
-Pero... Inara.
-No, Eric. Esto está mal, muy mal -dijo retrocediendo con las manos al frente-. Vete, por favor. No quiero arruinar tu vida.
-Pero... ¿de qué estás hablando? Explícate por favor, Inara.
-Tú... tus hijos... ¡No...! ¡apártate de mi!
Me detuve.
No comprendía lo que ocurría, pero no la presionaría a nada. Su rostro reflejaba un terror encarnado y la causa estaba en el mar. Regresé con el movimiento de las olas, y allí estaba nuevamente aquel lobo marino plateado refulgiendo como un astro más. Le quise advertir a ella de la presencia de la criatura, pero sin dudas ya era tarde... Inara bajaba los escalones de piedra, corría a toda prisa por la arena y se sumergía en el mar. El monstruo la llamaba, y cuando reparé en sus piernas que se transformaban en una larga y estilizada cola de pez esmeralda lo comprendí todo.
Una lágrima quiso caer de mis ojos, pero la contuve. Aquella mujer… aquella sirena que se alejaba nadando con elegancia tras el misterioso ser plateado se llevaba mi corazón: una razón más para no poder olvidarla.
Bajé a la playa, recogí el chaleco que empujó el oleaje a la orilla, y me quedé mirando hacia el horizonte.
-Inara... ¡Inara!
Mi voz fue sofocada por la brisa y el murmullo del mar, no importaba cuanto gritara. Ella, mi Inara, no me oiría; se había marchado para siempre.
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