Arrastré el cuerpo de las piernas hasta el cuarto. Una vez ahí lo levanté con gran esfuerzo y lo arrojé sobre la mesa que usaba para desarmar las armas cuando las limpiaba.
No comprendí mi reacción. Ese pobre imbécil solo había sido mandado a entregar un mensaje y yo, sin piedad alguna, cegué su vida, como si se tratara de un animal asqueroso.
Hace dos semanas atrás maté a un hombre del bando enemigo. Le metí dos tiros en la mollera y se desparramó en la cuneta, murió al instante. En esta oportunidad usé la navaja para rebanarle el cuello antes de que tuviera tiempo de decir una sola palabra.
La primera vez que maté me asustó no ser capaz de sobrellevarlo. Sin piedad le crucé un fierro afilado por el abdomen a uno de los contrarios, y vi en sus ojos el dolor, y como la vida lo fue dejando segundo a segundo. Sin embargo al recordarlo me sentía tranquilo, y desde esa ocasión el hecho de quitarle la vida a mis rivales no me significaba nada. No obstante, se me estaba haciendo una necesidad, y creo que esa fue la razón precisa de porqué maté a este sujeto, la sed de sangre…
Me advirtieron que al matar los ojos de la victima me seguirían hasta la tumba, provocándome traumas irreparables; y aún estoy aquí, lúcido, disfrutando cada vez que se me presenta la oportunidad de enviar a algún imbécil a las profundidades del infierno.
Como la cerámica había quedado con el reguero de sangre tuve que trapear, pero por más que colocaba esfuerzo en borrar el rastro la sangre parecía estar pegada, como si ya llevara mucho tiempo.
Me harté de pasar una y otra vez el trapo sin éxito, y me metí a la cama. Mañana vería como borrar las manchas, y como deshacerme del cuerpo, total para ese cometido siempre tenía ocurrencias. La última vez reduje a minúsculos pedazos al idiota con la máquina para picar carne, y luego lo arrojé en una bolsa negra a un vertedero. De seguro que allí sirvió de alimento a perros callejeros y ratas.
Apagué la luz de la lámpara, y en la profunda penumbra de mi cuarto me pareció ver la silueta del cuerpo. No veía nada más, ni siquiera la mesa en la cual reposaba, solo el cuerpo, suspendido en la oscuridad.
¿Sería producto a mi cansancio? Sí, era lo más probable. Por lo tanto me di la vuelta, cerré los ojos y me dispuse a dormir. Mañana sería un largo día.
Por más que me acomodé no pude conciliar el sueño, y a mi cabeza se venían una y otra vez las imágenes del sujeto. La expresión que adoptó su rostro cuando le rajé la garganta. Jamás había experimentado algo así, y me senté en la cama propinándole un duro puñetazo al muro.
Oí respirar del lugar en donde yo tenía el cuerpo, era imposible que el hombre siguiera vivo, tal vez mi mente me estaba jugando una mala pasada.
El corazón delataba el temor que me atenazó, y cuando tuve la intención de encender la lámpara llamó mi atención un ruido afuera del cuarto... parecía ser un animal que venía por el corredor lamiendo el suelo ¡pero era imposible! Yo había asegurado cada puerta, ningún animal pudo haber entrado sin mi consentimiento.
Como tenía la costumbre de acostarme vestido únicamente calcé mis zapatos, y al tener el interruptor en la mano, llegó hasta mí un hedor a carne, junto con un ruido que me hacía saber que algo se estaba alimentando del cuerpo, y era lo que había oído respirar.
Los huesos del cadáver tronaban al ser aplastados por la quijada de aquel ente, y el animal que estaba en el corredor ahora arañaba la puerta, excitado por el penetrante olor a sangre y demás fluidos.
Frente a las agresiones la puerta cedió, permitiéndole el paso a este extraño animal, y al tiempo que encendía la luz metí la mano derecha debajo de la almohada empuñando el cañón.
Al visualizar aquella escena dudé si estaba despierto o dormido, puesto que sobre la mesa, acomodado encima del cadáver estaba un extraño monstruo, casi tan grande como un perro de raza mediana, abrazado por una espesa mata de pelo negro. El cráneo carecía de pelo, y la piel ostentaba una tonalidad tan roja como la sangre, que por un momento pensé que estaba sucio al alimentarse del muerto. Sin embargo al ver al otro animal, que correspondía a la misma especie, supe que era el color natural.
Lo realmente terrorífico eran las formas de sus cabezas, que daban la impresión de ser humanas, y sus quijadas carecían de piel enseñando los afilados dientes ennegrecidos, con los cuales arrancaban la carne y aplastaban los duros huesos.
Otro detalle importante era que no tenían ojos, y la nariz era ancha. Seguramente se servían del olfato para andar por allí en búsqueda de carne fresca.
El ser montado sobre el cuerpo se alimentaba del pecho del hombre, y podría apostar que los huesos que escuché tronar hace un momento eran los de las costillas, debido a que hundía con facilidad la cabeza en el espacio, consumiendo considerables girones de carne. Por otro lado, el recién llegado se incorporaba en sus patas traseras, hincando los dientes en una de las piernas.
Mi estómago se revolvió, y la mescla de asco al presenciar esto, sumado al molesto olor que desprendía la carne del cuerpo estuvo a muy poco de obligarme a vomitar, pero me contuve. Me había enfrentado a pandillas numerosas, y no podía ser que dos malditos engendros venidos de no sé donde me perturbaran. Entonces llevé el cañón al frente, apuntando a la criatura que arrancaba otro pedazo de carne del pecho, presionando el gatillo cuatro veces.
Los impactos fueron limpios, dirigidos al cuerpo de la bestia, aunque no sirvieron de nada… la peluda anatomía del ente se estremeció, sin dar muestras de dolor, ni siquiera una molestia.
Volví a disparar, uno tras otro los proyectiles ¡y nada! Aquellos demonios carroñeros estaban libres de la muerte.
Rebusqué en el cajón del velador, armándome con una recarga más. Apunté con mayor cuidado, y al ser que se alimentaba de la pierna le disparé en la cabeza. El tiro fue preciso, arrancando fragmentos de hueso y carne, y a pesar de que la sangre brotaba a borbotones, no calló.
El terror me embargó.
Me apegué a la pared, y la pistola se me escapó de las manos dando tumbos en la cama y cayó al suelo. Este golpe metálico pareció colocar en alerta a los monstruos, ya que se voltearon hacia mi.
El que estaba sobre el cadáver se bajó, y el otro lo siguió. Se treparon a la cama, y llevaron sus ensangrentados hocicos a mis piernas. Traté de apartarlos, pero no pude, pesaban demasiado, como si fuesen gigantescos.
Sentí como los dientes se clavaron en mi carne, seguido del tronar de mis huesos, y la carne desgarrándose... era mi fin...
Comments