top of page
Foto del escritorLuis Montenegro

Juglares de Paso N°4: Estefanía Cubillos

Los Hijos de Nadie


Manstred era un lugar agradable, uno de esos sitios que jamás me cansaría de visitar, debido a su excelente gastronomía y sobre todo por la amplia literatura a la cual tenía acceso, sin importar a qué hora yo quisiera sumergirme en un buen libro. Lo mejor de todo era que no tenían costo alguno. Ya se acercaba el verano y estaba muy ansioso por volver a aquel pueblo recóndito, pero tan acogedor, y una semana antes del inicio de la estación, preparé mis maletas y compré el pasaje más económico que pude para llegar a Manstred y pasar allí mis vacaciones.


Antes de irme regué las plantas, coloqué los pestillos correspondientes a las viejas ventanas, luego corrí como loco al pasillo principal y cerré la puerta de tal forma que los pajarillos que revoloteaban alrededor huyeron en desbandada.


El viaje estuvo un poco largo porque el tren tuvo algunos desperfectos mecánicos. Lo único positivo de aquel imprevisto para mí y los demás pasajeros fue que en mitad del camino pudimos recoger algunas margaritas, que estaban esparcidas de una manera extraña por una zona montañosa que yo no visitaba a menudo porque no me sentía cómodo allí.


Después de viajar durante dos horas, había llegado a Manstred y cuando inicié mi caminata usual por aquel pueblo sereno y cálido, noté que las personas mostraban un comportamiento extraño. Por ejemplo, la señora que vendía pescado a orillas de la calle principal, apenas y me miró saludándome con un gesto casi imperceptible, entonces me dije: ¡Cálmate, que aún estás llegando, falta bastante por recorrer!

Cuando caminé un poco más, pude ver una escalerilla que estaba cerca de la vieja librería que ya había visitado antes. En este sitio había pasado toda la mañana y gran parte de la tarde en mis anteriores vacaciones. Entonces me senté allí y le di pequeñas mordidas a mi emparedado de pollo y tocino, pero aún seguía invadido por aquella sensación que no me dejaba disfrutar de Manstred, desde el momento en que había llegado. Minutos después, con mi maletín a la espalda, subí la escalerilla e ingresé a la librería. Cuando entré oí la campanilla de bienvenida, a la que ya estaba acostumbrado y lo que significaba que allí devoraría a lo menos de tres a cuatro libros en dos horas. En ese momento lo que vi sí estuvo fuera de cualquier circunstancia normal: la gente no estaba leyendo, todo lo contrario, estaban con sus cabezas gachas y se oían gemidos de desconsuelo, eran sonidos de dolor…


Fue en ese instante donde entré en cólera y exclamé fuertemente: ¡Que está pasando! Y después de un largo silencio oí un pequeño siseo, que provenía de abajo de una mesa y decía: ‘Hoy se desmantelaron todas las bibliotecas y todos nuestros ejemplares serán llevados a la hoguera en la plaza Balboa, para ser aniquilados junto a los pecados de todos los moradores de Manstred'.


No podía creer lo que estaba escuchando, y salí del edificio para despejar mi cabeza y asumir lo que aquello significaba. Cuando ya me encontraba en mitad de la carretera reaccioné dando la vuelta, y mis ojos se posaron en un gran autobús que llevaba dentro importantes ejemplares de literatura latinoamericana, que implicaría varios años conseguir, y como ya sabía lo que ocurriría, quise echar un vistazo y fijarme quién conduciría este vehículo que al transportar estos apreciados libros acabaría con gran parte de la historia de Manstred.


Fui encaminándome a esta feroz máquina, cuando abrí una de las puertas me encontré con la mirada fulminante de una mujer que tenía un atuendo muy acorde a la época, vestía unos vaqueros ajustados que le combinaban con la blusa azul que resaltaba el color de sus ojos, inspirando miedo, pero a su vez un poco de intriga. Con un fuerte grito, me sacó de mi profunda observación, diciéndome: ‘¡Vete de aquí, por tu bien y el mío!'.


Sin pensarlo, de un salto me metí dentro del autobús y empecé a depositar todos los libros que podía en mi maletín, que si bien era bastante espacioso, no podía meterlos todos. Y por segunda vez, esta mujer misteriosa me increpó, y me obligó a salir del vehículo empujándome y diciendo graves improperios, que apenas alcanzaba a comprender en medio de mi desesperación por salvar los libros restantes que quedaban atrapados en el bus.


Al salir del auto, veía la gran multitud que se aproximaba a la plaza del pueblo, pero lo que más me inquietaba —lo que más me aterraba— era que los rostros de estas personas estaban totalmente inexpresivos, parecían caras congeladas en el tiempo que se proyectaban torpemente por el adoquinado suelo de Manstred, pero que no parecían dispuestas a rescatar este gran patrimonio cultural. Poco a poco me fui introduciendo a esa discordante pero numerosa marcha para observar más de cerca la situación, sin darme cuenta de los minutos transcurridos me encontraba en las escalinatas que rodeaban la gran plaza, en cuyo centro reposaba una impresionante cantidad de libros que, apilados, empezaban a arder bajo las abrasadoras llamas que dibujaban sombras semejantes a figuras fantasmagóricas, que contrastaban con las caras de un público ajeno a aquella barbarie. A medida que más libros se iban consumiendo entre las brasas, sentía que mi corazón latía más y más fuerte. Impotente ante tal acto, fui poniéndome de pie poco a poco, di unos cuantos pasos directo a esas obras literarias que se perdían entre el humo y la actitud impasible de aquellos espectadores que no se oponían a la total destrucción de sus libros, de su historia y costumbres. Cuando estuve a punto de siquiera tomar uno de estos libros, alguien me tomó el brazo y me dijo: ‘No comprendo el motivo de tu valentía, no entiendo por qué estás desesperado por rescatar un montón de papeles que contienen información que ya nadie lee, porque desde que vienes a este lugar tú y unas cuantas personas son las únicas que les dedican tiempo'.


Cuando miré el rostro de quien me hablaba, supe con gran sorpresa que esas palabras provenían de mi propio reflejo, ese momento era extraño para mí, porque todo parecía como si estuviera mirándome en un espejo, donde no obtenía respuestas, donde lo único que podía palparse era mi propia angustia y la indiferencia de muchos ante unos pocos lectores que se lamentaban en aquella vieja librería. Al ver que todo era tan inusual, me quedé en silencio y dirigí mi mirada a aquel público que parecía ausente de su propia realidad, que no se inmutaba en ningún momento. Entonces algo llamó poderosamente mi atención. Al observar detenidamente las manos de estas personas, me di cuenta que se movían extrañamente sobre un objeto que tenía forma alargada, similar a un pequeño cuadro del cual procedían letras que no podía distinguir, no comprendía qué estaba mirando, ya que en 1810 jamás había visto este artefacto.


De repente oí las risas de estas personas, que finalmente reaccionaron, saliendo de su propia abstracción, y una de ellas se levantó y me preguntó: ‘¿Quieres saber qué está sucediendo?'. Yo asentí e inmediatamente me dijo: ‘Esos libros que se están quemando, hacen parte de grandes cargas que se han vuelto pesadas y aburridas para todos nosotros, por lo tanto solo queremos disfrutar y compartir con esto que poseemos en nuestras manos y que hemos llamado teléfono celular, porque es más cómodo y mejor actualizado'.


En esas circunstancias, pensé y asumí que estaba perdido en una realidad donde si moría la lectura en papel, yo moriría también con ella; y me lancé a los demás libros que terminaban por consumirse, cerrando fuertemente los ojos, dejándome llevar por los chisporroteos incesantes del papel con el fuego.




23 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

Comments


bottom of page