Los Hijos de Nadie
Manstred era un lugar agradable, uno de esos sitios que jamás me cansarÃa de visitar, debido a su excelente gastronomÃa y sobre todo por la amplia literatura a la cual tenÃa acceso, sin importar a qué hora yo quisiera sumergirme en un buen libro. Lo mejor de todo era que no tenÃan costo alguno. Ya se acercaba el verano y estaba muy ansioso por volver a aquel pueblo recóndito, pero tan acogedor, y una semana antes del inicio de la estación, preparé mis maletas y compré el pasaje más económico que pude para llegar a Manstred y pasar allà mis vacaciones.
Antes de irme regué las plantas, coloqué los pestillos correspondientes a las viejas ventanas, luego corrà como loco al pasillo principal y cerré la puerta de tal forma que los pajarillos que revoloteaban alrededor huyeron en desbandada.
El viaje estuvo un poco largo porque el tren tuvo algunos desperfectos mecánicos. Lo único positivo de aquel imprevisto para mà y los demás pasajeros fue que en mitad del camino pudimos recoger algunas margaritas, que estaban esparcidas de una manera extraña por una zona montañosa que yo no visitaba a menudo porque no me sentÃa cómodo allÃ.
Después de viajar durante dos horas, habÃa llegado a Manstred y cuando inicié mi caminata usual por aquel pueblo sereno y cálido, noté que las personas mostraban un comportamiento extraño. Por ejemplo, la señora que vendÃa pescado a orillas de la calle principal, apenas y me miró saludándome con un gesto casi imperceptible, entonces me dije: ¡Cálmate, que aún estás llegando, falta bastante por recorrer!
Cuando caminé un poco más, pude ver una escalerilla que estaba cerca de la vieja librerÃa que ya habÃa visitado antes. En este sitio habÃa pasado toda la mañana y gran parte de la tarde en mis anteriores vacaciones. Entonces me senté allà y le di pequeñas mordidas a mi emparedado de pollo y tocino, pero aún seguÃa invadido por aquella sensación que no me dejaba disfrutar de Manstred, desde el momento en que habÃa llegado. Minutos después, con mi maletÃn a la espalda, subà la escalerilla e ingresé a la librerÃa. Cuando entré oà la campanilla de bienvenida, a la que ya estaba acostumbrado y lo que significaba que allà devorarÃa a lo menos de tres a cuatro libros en dos horas. En ese momento lo que vi sà estuvo fuera de cualquier circunstancia normal: la gente no estaba leyendo, todo lo contrario, estaban con sus cabezas gachas y se oÃan gemidos de desconsuelo, eran sonidos de dolor…
Fue en ese instante donde entré en cólera y exclamé fuertemente: ¡Que está pasando! Y después de un largo silencio oà un pequeño siseo, que provenÃa de abajo de una mesa y decÃa: ‘Hoy se desmantelaron todas las bibliotecas y todos nuestros ejemplares serán llevados a la hoguera en la plaza Balboa, para ser aniquilados junto a los pecados de todos los moradores de Manstred'.
No podÃa creer lo que estaba escuchando, y salà del edificio para despejar mi cabeza y asumir lo que aquello significaba. Cuando ya me encontraba en mitad de la carretera reaccioné dando la vuelta, y mis ojos se posaron en un gran autobús que llevaba dentro importantes ejemplares de literatura latinoamericana, que implicarÃa varios años conseguir, y como ya sabÃa lo que ocurrirÃa, quise echar un vistazo y fijarme quién conducirÃa este vehÃculo que al transportar estos apreciados libros acabarÃa con gran parte de la historia de Manstred.
Fui encaminándome a esta feroz máquina, cuando abrà una de las puertas me encontré con la mirada fulminante de una mujer que tenÃa un atuendo muy acorde a la época, vestÃa unos vaqueros ajustados que le combinaban con la blusa azul que resaltaba el color de sus ojos, inspirando miedo, pero a su vez un poco de intriga. Con un fuerte grito, me sacó de mi profunda observación, diciéndome: ‘¡Vete de aquÃ, por tu bien y el mÃo!'.
Sin pensarlo, de un salto me metà dentro del autobús y empecé a depositar todos los libros que podÃa en mi maletÃn, que si bien era bastante espacioso, no podÃa meterlos todos. Y por segunda vez, esta mujer misteriosa me increpó, y me obligó a salir del vehÃculo empujándome y diciendo graves improperios, que apenas alcanzaba a comprender en medio de mi desesperación por salvar los libros restantes que quedaban atrapados en el bus.
Al salir del auto, veÃa la gran multitud que se aproximaba a la plaza del pueblo, pero lo que más me inquietaba —lo que más me aterraba— era que los rostros de estas personas estaban totalmente inexpresivos, parecÃan caras congeladas en el tiempo que se proyectaban torpemente por el adoquinado suelo de Manstred, pero que no parecÃan dispuestas a rescatar este gran patrimonio cultural. Poco a poco me fui introduciendo a esa discordante pero numerosa marcha para observar más de cerca la situación, sin darme cuenta de los minutos transcurridos me encontraba en las escalinatas que rodeaban la gran plaza, en cuyo centro reposaba una impresionante cantidad de libros que, apilados, empezaban a arder bajo las abrasadoras llamas que dibujaban sombras semejantes a figuras fantasmagóricas, que contrastaban con las caras de un público ajeno a aquella barbarie. A medida que más libros se iban consumiendo entre las brasas, sentÃa que mi corazón latÃa más y más fuerte. Impotente ante tal acto, fui poniéndome de pie poco a poco, di unos cuantos pasos directo a esas obras literarias que se perdÃan entre el humo y la actitud impasible de aquellos espectadores que no se oponÃan a la total destrucción de sus libros, de su historia y costumbres. Cuando estuve a punto de siquiera tomar uno de estos libros, alguien me tomó el brazo y me dijo: ‘No comprendo el motivo de tu valentÃa, no entiendo por qué estás desesperado por rescatar un montón de papeles que contienen información que ya nadie lee, porque desde que vienes a este lugar tú y unas cuantas personas son las únicas que les dedican tiempo'.
Cuando miré el rostro de quien me hablaba, supe con gran sorpresa que esas palabras provenÃan de mi propio reflejo, ese momento era extraño para mÃ, porque todo parecÃa como si estuviera mirándome en un espejo, donde no obtenÃa respuestas, donde lo único que podÃa palparse era mi propia angustia y la indiferencia de muchos ante unos pocos lectores que se lamentaban en aquella vieja librerÃa. Al ver que todo era tan inusual, me quedé en silencio y dirigà mi mirada a aquel público que parecÃa ausente de su propia realidad, que no se inmutaba en ningún momento. Entonces algo llamó poderosamente mi atención. Al observar detenidamente las manos de estas personas, me di cuenta que se movÃan extrañamente sobre un objeto que tenÃa forma alargada, similar a un pequeño cuadro del cual procedÃan letras que no podÃa distinguir, no comprendÃa qué estaba mirando, ya que en 1810 jamás habÃa visto este artefacto.
De repente oà las risas de estas personas, que finalmente reaccionaron, saliendo de su propia abstracción, y una de ellas se levantó y me preguntó: ‘¿Quieres saber qué está sucediendo?'. Yo asentà e inmediatamente me dijo: ‘Esos libros que se están quemando, hacen parte de grandes cargas que se han vuelto pesadas y aburridas para todos nosotros, por lo tanto solo queremos disfrutar y compartir con esto que poseemos en nuestras manos y que hemos llamado teléfono celular, porque es más cómodo y mejor actualizado'.
En esas circunstancias, pensé y asumà que estaba perdido en una realidad donde si morÃa la lectura en papel, yo morirÃa también con ella; y me lancé a los demás libros que terminaban por consumirse, cerrando fuertemente los ojos, dejándome llevar por los chisporroteos incesantes del papel con el fuego.