Al caer la noche comenzó su desesperada búsqueda de un lugar donde pernoctar. Sabía que si vagaba por las calles se arriesgaba a ser aniquilado por los matones de la zona, que se divertían eliminando a todo aquel que fuese nadie en la población para, de esa forma, burlar la Ley.
Solo un par de semanas atrás había presenciado cómo uno de sus compañeros de refugio había sido reducido con barras de acero y más tarde, incinerado vivo. Sus gritos no fueron acallados por el crepitar de las llamas alimentadas con combustible, pero aun así se perdieron bajo el cielo estrellado sin llegar a los oídos de quién le pudiera socorrer.
Avanzó por un callejón desocupado. Pasó sobre las porquerías de un contenedor que seguramente desparramó un perro no hacía mucho y cuyo hedor resultaba fatal. Tanto así que sintió que el miserable contenido de su estómago se revolvía e hizo un gran esfuerzo por no vomitarlo.
Al salir de allí se encontró libre de basura y lejos, muy lejos de los merodeadores nocturnos. Aquel lugar era un espacio amplio, con piso de concreto hasta donde le alcanzaba la vista, y en medio de él se hallaba un pozo de aguas cristalinas, donde se comenzaban a reflejar las estrellas.
Los tristes harapos que cubrían su cadavérico cuerpo no conseguían mermar la gélida caricia de la brisa que calaba profundo en sus carnes como buscando atravesar sus huesos. Se encorvó y metió las mugrientas manos por las mangas de su ropa, luchando por mantener el calor corporal.
Trastabilló hasta el reborde marmóreo del pozo y se dejó caer de rodillas. Una vez allí se inclinó por sobre las aguas, y observó aterrado su reflejo. De los bellos rasgos que tenía cuando formaba parte de la sociedad quedaban ambiguos vestigios. Ahora era un ser de cabellos enmarañados y opacados, con la piel roñosa y los ojos hundidos. Prácticamente un cadáver ambulante.
Sus dedos se crisparon en la piedra. Disfrutar de una vida repleta de lujos para acabar residiendo en las calles esperando que alguien se apiade de él para darle de comer. ¿Qué clase de castigo era ese? Maldijo todo lo que en algún momento creyó, puesto que no le sirvió de nada rendirle ofrendas y oraciones a un supuesto dios altísimo. ¿Dónde estaba ahora, cuando más lo necesitaba?
De pronto, a su alrededor el concreto se resquebrajó y de las entrañas de la tierra brotó un líquido negruzco con la misma consistencia del oro negro que se fue dispersando a centímetros de sus piernas poco a poco, sin llegar a tocarlo. En tan solo un par de segundos se hallaba en un óvalo que era lo único que este extraño líquido no había tocado. Sin que se diera cuenta, el líquido se fue volviendo cada vez más denso, dando la impresión de que en su interior navegaban alargadas entidades que se retorcían en busca de algo de alimento.
Ignorante de lo que acontecía, trató de quitar la atención de su reflejo pero se le hizo imposible. Por esto no advirtió las sombras que se alzaban junto a él, ni los seres informes que batían las membranosas alas por sobre su cabeza. Estaba tan ensimismado en lo que las aguas le mostraban, que pasó por alto las formas que ya le rozaban la espalda, o los chillidos ensordecedores que dejaron escapar las millares de presencias que se reunían a su alrededor.
Inesperadamente surgió una agradable imagen en la superficie de las aguas. Se trataba de visiones de su vida antes de la ruina. Veía a sus hijos, a su mujer, y cada rincón de lo que alguna vez había sido su acogedor hogar. Y mientras pasaban las escenas como si de una película se tratara, notó llegar silenciosamente la calamidad que se alojó en aquel camino que ya tenía forjado y derrumbó hasta el último pilar de su cordura. La angustia se manifestó en su pecho, y quiso morir ante la miseria que ahora poseía. No obstante, por más que quiso cerrar los ojos para no seguir hurgando en la herida, no era dueño de las acciones de su cuerpo, si no que se quedó petrificado allí, desgarrado despiadadamente por la maldita realidad.
Un llanto disfrazado de gruñido irrumpió entre los chillidos de los engendros amorfos acallándolos uno a uno; al mismo tiempo, la energía vital del hombre se debatía en la oscuridad, cual si fuera la llama de una vela enfrentada a la brisa. Pero la vitalidad de sus carnes ya estaba marchita, por lo que solo cabía un resultado: que su energía se agotara absorbiendo todo su aliento, sofocando su desdicha de una vez por todas.
Al día siguiente, cuando el disco dorado trepó la bóveda celestial y el bullicio regresó a las calles, el cuerpo de un pordiosero apareció en medio de una plazuela. El cadáver se encontraba en posición fetal, indicio de que el frío lo había matado. Pero lo más impactante de aquel acontecimiento era la expresión de angustia del sujeto, pues hablaba del sufrimiento que vivió en los segundos antes de pasar a otro estado, estado desconocido para quienes se quedan soportando el día a día. Como si aquello no fuera suficiente, el cadáver presentaba unas marcas dejadas por unos carroñeros, que al parecer habrían recibido gustosos ese regalo ofrecido en una vida muy similar a la del muerto, una vida dura y oportunista.
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