Adoraba saltar al lado de la pequeña de la familia. Todos los días me compartía de todo lo que estaba comiendo y, a pesar de que era comida de sabores muy extraños que no se asemejaban a las plantas que acostumbraba masticar, no me negaba a comer algo extra. Esta noche me daba unos pedacitos de cosas más dulces que las zanahorias, que para mi sorpresa se deshacían de forma deliciosa en mi hocico.
Miré de reojo a Cuyín. Aquel cobayo cobarde se había metido debajo de la lavadora desde que llegaron los extraños, cosa que me facilitaba mucho el poder acceder a todas las delicias que se les cayeran no solo a los invitados, sino también a la familia y a las que me compartiera la pequeña.
Me paseaba por entre las piernas de los presentes dando saltos muy tranquilos, olfateando por aquí y por allá. Ya me estaba pareciendo a esos molestos tres perros lanudos que aparte de olisquear y lamerlo todo, también intentaban arrebatar mi atención; pero lo hacían en vano porque los pasaban correteando. Creo que ser un hermoso conejo blanco me otorgaba ciertos privilegios; aunque me correteaban igualmente si entraba a la casa aprovechando alguna puerta abierta, pero ese es pasto para otra comida.
En un momento pasé rozando una pierna desnuda y me asusté al oír un grito chillón. De un salto salí de ese lugar, ya veía que me daban de patadas, y entonces escuché que hablaban de mí entre ellos, ya que decían mi nombre: Cojito esto y Cojito esto otro… bueno, no entiendo nada del idioma que usan los humanos, por lo tanto, no podría hacer mención de nada de lo que decían sobre mí; sin embargo sé que hablaban de mí porque la atención de los extraños estuvo en mis orejas y podía sentirlo. Se acababa la libertad del conejo, ahora era un peludo más observado y tendría que cuidarme de todo lo que quisiera hacer.
Por suerte este estado no duró mucho. Benjita quiso tener un poco de atención, así que fue saltando de pierna en pierna repartiendo lametones por todos los humanos. Ese perro negro era tan odioso, no obstante su presencia se volvió esencial para que la atención de todos se desviara de mi rabo peludo, lo que me ofreció la posibilidad de regresar a la acción.
De un momento a otro un olor extraño captó mi atención. Alcé la mirada y vi que llevaban un fruto redondo y de cáscara verde bastante tentador. De aquella delicia se desprendía un olor dulzón que alborotaba mi paladar, entremezclado con un cierto tufillo agrio, como el hedor que desprenden ciertas bayas al dejarlas guardadas por mucho tiempo; aunque esa fusión de olores me producía salivación y me daban ganas descontroladas de hincarle el diente.
-Cojito, ven a esconderte conmigo -me decía Cuyín con su curioso dialecto chillón-. Te puede pasar algo, ven.
Mas yo ignoré a ese roedor cobarde, prefería seguir allí para intentar probar aquel fruto maravilloso.
Llegué saltando hasta la humana con piernas desnudas. Sabía que ella tenía el fruto en sus manos, vi cuando se lo entregaron. Mis sospechas estuvieron justificadas cuando la vi llevarse mi preciado banquete a la boca. Rogaba que se le cayera un poquito al menos o bien que, como la pequeña, me regalara un pedacito para regocijar mi paladar. Pero no ocurrió ni lo uno ni lo otro. Salté entre sus piernas desesperado, necesitaba meter un poco de aquel fruto en mi hocico; me rocé contra sus piernas una y otra vez esperando asustarla para que lo soltara, todo era inútil.
-¡Cojito, ven! -continuaba con su escándalo Cuyín. Yo continué ignorándolo, por nada del mundo me perdería probar aquella delicia.
En un momento olvidaron uno de esos frutos en una de las bancas en las que se sentaban. No olía como el que deseaba probar, pero aun así podría saber similar a mi delicia, por lo que de un salto me instalé junto al fruto y, aprovechando de que nadie me miraba, le di un mordisco. Sentir ese jugo dulce en mi lengua deslizándose poco a poquito por mi garganta fue la gloria, pero mi sueño terminó cuando la hija mayor me atrapó y me ahuyentó.
Volví al piso de un brinco , pero después de probar aquella exquisitez mi hocico salivaba aún más. Sospechaba que el fruto de olor agrio tendría un sabor aún más embriagador, por lo tanto me dispuse a conseguirlo a como diera lugar.
Dando botes llegué a la lavadora en donde se escondía Cuyín, asomé la cabeza por abajo y dije:
-Si supieras de lo que te estás perdiendo por estar allí oculto.
-No quiero nada -replicó él-. No puedo comer si esos extraños continúan en nuestro cubil.
-¿Si se van probarás de ese delicioso fruto?
-Sí… huele rico.
-Bien, entonces tendremos que esperar con paciencia. No creo que se queden en nuestro hogar, tarde o temprano se irán.
Cuyín giró en su lugar para luego echarse de panza. Definitivamente ese cobayo cobarde no saldría a darme una mano.
Pasado los minutos continuaba haciendo piruetas entre las piernas de la humana que tenía mi delicia, suplicaba e imploraba que se le callera un poco. Empecé a sospechar que se empeñaba en que no pasara nada. ¡Ni una sola gota se derramaba en el suelo! Entonces hubo un cierto jaleo cuando los extraños se retiraban del cubil. Y para mi fortuna ese delicioso manjar fue dejado en la misma banca donde estaba sentada la mujer.
Era mi oportunidad de alcanzar mi tesoro, pero la pequeña me aferró entre sus manos repitiendo mi nombre. Así se terminaba mi posibilidad de poder morder aquel fruto. Jamás deleitaría mi paladar con esa fruta de olor agrio.
No obstante vi la esperanza cuando a la pequeña le llamaron la atención porque me llevaba hacia dentro del hogar, y una vez con mis cuatro patas en el suelo todos fueron retirándose, incluso apagaron la luz.
-¿Se fueron todos? -preguntó Cuyín asomando la cabeza de debajo de la lavadora.
Así parece -respondí agitando mis orejas.
Mi gran momento había llegado. Oía a los humanos del otro lado de la puerta, pero mi nariz no me engañaba: mi delicia me esperaba sobre la banca. De un salto llegué a ella, la olisquee por un momento y me enamoré de esa fusión de aromas.
-Cojito, quiero probar de eso -me decía Cuyín aferrándose con sus patitas cortas al madero que soportaba el peso de la banca.
-Sube -le respondí.
-No seas cruel, no puedo saltar como tú, y está muy alto.
Resoplé fastidiado. Este cobayo no se quedaría en silencio mientras no le compartiera de mi delicia, y con el escándalo que tenía era cuestión de tiempo para que los humanos viniesen a interrumpir mi cometido.
-Cojito, por favor.
-Está bien, Cuyín, pero quédate en silencio.
-¿De verdad me compartirás?
-Sí, solo si te quedas calladito.
-Muy bien… calladito, calladito, bien calladito…
-¡Cuyín! Aún te oigo.
-Lo siento…
Definitivamente ese roedor tenía más trasero que cerebro. Una vez estuvo todo en silencio, le hinqué el diente a mi delicia. Lo dulce se entremezclaba con el tono amargo y la carne exquisita del fruto se hacía pedacitos en mi hocico… Pero cuando tragué mis orejas se quedaron en punta, mis ojos estuvieron a poco de salirse de su lugar y un calor raro me comenzó a irradiar desde la panza, calor que se fue expandiendo por todo mi cuerpo.
Me dio miedo volverlo a morder, jamás había experimentado ese tipo de sensaciones; sin embargo por una fuerza misteriosa que no comprendí mi hocico se acercó a la delicia sin que se lo ordenara y mis dientes se volvieron a hincar en ella.
-¡Cojito! -volvió a insistir Cuyín-. Dijiste que me compartirías, eres mentiroso.
Los chillidos del cobayo ya no me importaban, yo tragaba y tragaba pedazos de mi delicia, y ese calor que me comenzó en la panza ya llegaba hasta la punta de mis orejas. Adicional a esto se añadían más síntomas, primero un ligero adormecimiento en mis mandíbulas, segundo temblores en mis patas, y tercero mareo. Mi cabeza se sacudió de lado a lado, mis orejas se precipitaron sobre mis ojos y al caer de panza a la banca pasé a golpear con la punta del hocico mi delicia, lo que la hizo caer. Al parecer el fruto le cayó encima a Cuyín, pues emitió un quejido extraño. Me alegré de eso, ya que ese idiota tendría mi delicia a libre disposición.
-¡Oh, gracias Cojito! Esto está exquisito.
¡Ese imbécil se comía mi delicia! No lo podía tolerar, y al querer recuperarlo con los temblores y mareos pisé fuera de la banca, golpeándome duro el costado contra el suelo. Sin dolor alguno alcé la cabeza, allí estaba Cuyín con el puro trasero asomando de mi delicia, y no me quise quedar atrás sin bocado, por lo tanto me arrojé a morder la cáscara.
Si en este justo momento entraran los humanos, solo verían un rabo peludo y un traserote de cobayo asomando de ese fruto, puesto que ambos comíamos como si no hubiese un mañana, como si aquella fruta maravillosa fuese la última comida que tendríamos en nuestras vidas.
En muy poco rato nos vimos con nuestras patas apoyadas en un resto de cáscara, y a pesar de que ambos anhelábamos seguir comiendo, nos comenzamos a tambalear de lado a lado. De nuestros cuerpos salieron eructos y pedos de muy mal olor, nos golpeamos entre nosotros al intentar caminar hasta que finalmente quedamos tirados de panza en el suelo sin lograr levantarnos.
-¿Qué nos pasa, Cojito?
-No tengo idea.
Ambos tratamos de levantarnos pero nuestros cuerpos no nos respondieron, así que no nos quedó más remedio que quedarnos tirados allí completamente dormidos.
Al otro día escuché hablar a los humanos. Intenté abrir los ojos para verlos, mas me fue imposible: mi cuerpo seguía sin responderme. Por suerte mis orejas funcionaban bien,y a ellas llegó su extraño dialecto. Parecían ser dos que hicieron estos sonidos:
-¿Erick, no te dije que dejaras el melón con vino en un lugar alto?
-Eh… se me olvidó…
¡Este parcito se lo comió! Ahora están borrachos.
No entendía ni una sola palabra de lo que decían, pero parecía ser divertido, ya que no dejaban de pronunciar nuestros nombres y reírse.
Cuyín a mi lado gemía disgustado. Seguro que, al igual que yo, estaba con un tremendo dolor de cabeza y añoraba el silencio, solo el silencio…
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