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  • Foto del escritorLuis Montenegro

Canela

Actualizado: 27 abr 2019

Este relato va dedicado a mi amiga, compañera y novia Sussan Leiva, que al leerlo para posteriormente corregirlo se llenó de ternura con la interacción de la gatita, y me insistió en que lo publicará aunque fuese en blog, ya que encontró muy interesante la historia.


Nada iba bien en ese año. Al doloroso quiebre con mi novia se añadía la desvinculación de la empresa en que trabajaba, como si las cosas no pudieran ir peor. Con sinceridad, lo único rescatable entre tanta desgracia era que el finiquito sería jugoso, pues con tres años en la empresa y sin haberme tomado las últimas vacaciones podría estar fácilmente un buen tiempo sin preocupaciones económicas.


Necesitado de relajarme regresé al campo con mi familia; y por la misma razón, luego de bajar del tren no quise tomar un taxi, sino que preferí caminar los cuarenta minutos hasta el interior del fundo en el que vivían.


Comencé a caminar bastoneando lentamente, tratando de estar bien atento al terreno. Era cierto que tenía un resto de visión que me permitía reconocer formas y colores, pero ciertos detalles no los alcanzaba a reconocer, en especial las subidas y bajadas o las irregularidades de la vereda; y con casi siete años sin recorrer constantemente las calles del pueblo que me había visto crecer, prefería prevenir que curar.


Al estar a medio camino, donde acababa el pavimento y daba inicio el camino de tierra, ya estaba agotado. ¡Total y definitivamente fuera de forma! Creo que estar metido tanto tiempo encerrado en una plataforma contestando llamados finalmente me pasaba la cuenta.


Doblé el bastón y lo guardé en la mochila. Por aquel camino no pasaban muchos vehículos, con suerte tractores y otras maquinarias agrícolas, por lo que con mis oídos y la vista podría llegar a mi destino sin complicación alguna.


Contemplaba las orillas del camino con cierta nostalgia. Allí donde antiguamente había unos altos arbustos y unos viejos alerces ahora había un vacío, tuvieron que cortar todos esos árboles cuando comenzaron la urbanización.


Cerca de mi destino, pese a que iba ensimismado en mis pensamientos arrullado por el cantar de las aves y la brisa que sacudía el pasto de la orilla, percibí unos sutiles maullidos a mi derecha. Recién ahí reparé en que estaba a unos metros de la casa de mi abuela paterna, y teniendo en cuenta que en todo aquel callejón abundaban los perros, si se hallaba un gatito solo por esos lares terminaría siendo su almuerzo. Por lo tanto traté de descubrir de donde provenían los maullidos, y al pasar por la orilla de la acequia de regadío, avisté un bultito gris.


Me agaché y traté de que el animalito se acercara a mí; pero el minino se arrojó a mis brazos como si me conociera desde siempre. Lo apreté contra mi pecho y el pequeño frotó su cabecita en mi cuello repetidas veces ronroneando y gimiendo de placer. Era un ejemplar gris bastante peludito, y a pesar de ser de la calle, o eso imaginé, no estaba muy cochino. Por lo tanto me lo llevé a casa sin pensarlo demasiado.


Continué con mi rumbo acariciando al pequeño para evitar que se espantara con los ladridos de los perros; no obstante no fue así. En vez de eso, se cobijó en mis brazos de forma más insistente, prácticamente exigiendo que le rascara la cabeza.


Al entrar a mi hogar, saludé a mi madre rápidamente para poder meterme a la cocina y darle de comer al gatito. Le di un puñado de alimento, y pareció gustarle que tuviese olor a pescado.


-¿De dónde lo sacaste? -me preguntó mi madre al asomarse curiosa.

-Estaba solito en la calle.

-No parece callejero ¿sabes qué es?

-Madre… no lo alcanzo a ver bien.

Ella sonrió, y después de darme un beso en la cara en señal de disculpa por su chiste cruel, levantó al pequeño, y al colocarlo de panza arriba lo revisó.

-¡Es una gatita!

-¿En serio?

-Sí ¿qué nombre le pondremos?


Esa pregunta dio tumbos en mi cabeza viniéndome un puñado de posibilidades, hasta que visualicé un peluche de un gatito:


-Canela, así se llamará.

-¿Canela? ¿Porqué, hijo?


Me encogí de hombros, dando a entender que no tenía ganas de hablar de ello. Mi madre entendió, así que solo apretó a Canela en sus brazos regalándole un par de besitos en la cabeza. El amor que ambos sentíamos por los gatitos era tan grande que, por lo mismo, ya teníamos cinco. Aunque esta minina era especial.


Canela se adaptó rápidamente a nuestro hogar. Jugaba con los otros gatos y las perras obesas de mi madre y, por las noches dormíamos acurrucados en la cama y parecía humana, ¡si hasta apoyaba la cabeza en la almohada! Y como si eso no fuera poco, si no la abrazaba me arañaba. Mi pequeñita resultó ser una mañosa de aquellas.


En una ocasión, desperté temprano y me puse a revisar los chats. Una amiga me había hablado por Facebook y le respondí. Como no teníamos contacto hace mucho tiempo nos comenzamos a poner al día, hasta que Canela despertó. Se apegó a mí y, al ver la pantalla del teléfono, de un manotón me lo tiró de la mano al suelo. La regañé y se hizo la regalona, maullando y ronroneando. ¡Sabía cómo trabajarme!


Entonces recogí el teléfono, pero cuando quise seguir escribiendo, mi gatita me arañó la mano. A este misterioso comportamiento vinieron muchos más ¡detestaba que hablara con mis amigas! Resultaba muy difícil de creer, pero era cierto, ya que cuando me escribía con amigos, ella se quedaba tranquilita.

En menos de una semana ya éramos inseparables, tanto así que cuando iba al baño, ella me esperaba afuera. Y si demoraba me arañaba la puerta.


“Esa gatita va a sufrir cuando empieces a trabajar”, me decía mi madre, y aunque me doliese tenía razón. Mi pequeña se había apegado demasiado a mí, prefiriendo por mucho quedarse conmigo en vez de ir a jugar al patio. Aunque dentro de poco ocurriría un acontecimiento que lo cambiaría todo.

Un día en el que mi madre se tardó más de la cuenta haciendo las compras, estaba recostado de vientre en el suelo, obviamente, con Canela estirada a lo largo en mi espalda. Desde pequeño me encantaba aprovechar la tibieza del suelo de madera, y permanecía así durante horas.


Canela se acomodó en mi espalda. Imagino que ahora se había acostado de guatita dejando su hociquito junto a mi oreja, pues sentía su respirar bastante claro. Me tenía enamorado esta gatita. El tema del quiebre con mi novia y la cesantía los podía tomar de mejor forma solo si ella permanecía junto a mí entregándome aquel amor incondicional.

De un momento a otro me comencé a quedar dormido, y me dio la impresión de que Canela pesaba más de lo normal. No le presté atención puesto que debía ser parte del sueño que se estaba apoderando de mí. Sin embargo, cuando sentí unas manos rodearme apretándome fuerte, me asusté y luché por incorporarme. Mi pequeñita parecía que había crecido de un segundo a otro, y cuando giré la cabeza no lo podía creer.


Sobre mi espalda se hallaba Andrea, mi ex.


-¿Me extrañaste? -me preguntó en un sutil murmullo, dándome un beso en el cuello-.

¡No supe que responder! Me tenía nuevamente atrapado con su encanto, eso sin hablar del calor de su cuerpo desnudo apretado contra mí. Quería dar la vuelta, abrazarla y besarla, no obstante, seguía perplejo con la situación: ¿Dónde estaba Canela?

-¿Y Canela?

-Aquí estoy.

-¿Tú eras Canela?


No me respondió, solo me besó profundamente, con aquella intensidad que bien sabía que me volvía loco. Me apretó aún más fuerte, rodeándome la cintura con sus muslos, apegándose lo más posible a mí. La sentí en plenitud, cada parte de su cuerpo, en especial esos exquisitos pechos que se aprisionaban contra mi espalda.


Me liberé de su boca queriendo decir algo; pero ella hizo que me diera la vuelta quedándose tumbada sobre mí. Iba a hablar pero ella dijo:


-Ahora no digas nada.


Aferrándome la cara con ambas manos me volvió a besar.

Con esas actitudes de ella no quise tener control sobre mí, así que la tumbé de espaldas besándole el cuello, al tiempo que me quitaba la camiseta. Su respiración se fue incrementando, en especial cuando tuve sus turgentes pechos en mis manos, besándolos, lamiéndolos; mientras lanzaba al sofá los pantalones.


Ahora estábamos piel contra piel, tal como antes, pero enredados nos besábamos y acariciábamos sin control alguno, como si no existiera un mañana.


Jalándome del cabello suavemente hizo que inclinara la cabeza hacia un lado, con lo que tuvo perfecto acceso a mi cuello, besándome, humedeciendo mi piel con su lengua. Cómo adoraba esa sinergia que existía entre nosotros, las palabras estaban de más, no dábamos la más mínima señal de que era lo que deseábamos, solo actuábamos.


Introduje un dedo en su vagina, seguido de otro. Andrea se arqueó dejando escapar los primeros gemidos, que le acallé de un beso en los labios invadiendo su boca con mi lengua. No tardó en responder mientras continuaba con sus quejidos de placer que parecía no controlar, sino que se dejaba arrastrar por las sensaciones que la embargaban. Con la otra mano le froté los muslos, insinuando así lo que haría pronto. Entonces bajé, besando el rebaje de sus vellos, por sobre el monte de Venus, para luego introducir la lengua en su humedad, en conjunto con mis dedos que la seguían explorando sin descanso.


Ella separó las piernas lo que más pudo, empujó su pelvis para darme un mejor acceso a toda ella y sus manos me tomaron por la cabeza consumiéndome en su fuego, esa llama que ya no podía contener.

Cuanto la extrañaba: ese sabor, ese olor, cada detalle de su piel morena. Extrañaba desbordarme sin límites y sin compasión sobre sus confines, recorriéndola con las manos, con la boca, queriendo enloquecerla.


Sus gemidos fueron subiendo de tono, entonces dejé lo que estaba haciendo para aferrarla de las nalgas y, luego de rosar sus pechos con los labios, ingresé en su cuerpo. Su sexo estaba ardiente, completamente lista para mí. Abrazándome con fuerza nos mantuvo piel contra piel, sintiendo como el sudor se presentaba en nuestros cuerpos.


Los movimientos se hicieron bruscos, totalmente fuera de control. Nuestras respiraciones aceleradas, jadeando, deleitándonos con la pasión que se escapaba de nuestra razón. Me rodeó con las piernas al mismo tiempo que la cogía firme de las caderas, y ahí nos fuimos en un vuelo directo a las nubes.

Hundí la nariz entre sus cabellos ondulados, aspirando anhelante ese delicioso aroma, poseído por el acto en donde únicamente éramos nosotros dos y nadie más.


Cerré los ojos bloqueando el pobre sentido de la vista que tenía, apretándola, besándola. Cuánto la amaba, no quería despegarme más de ella. La requería a mi lado; pero el paso de la vida nos decía todo lo contrario.


Advertí sus uñas en mi espalda, llevándome de un brinco a la cúspide del éxtasis. Andrea se arqueó aún más, tensando cada músculo de su cuerpo, y descansando el rostro en su hombro terminamos al mismo tiempo. La oleada de placer nos golpeó, ya solo éramos uno, no dos, recorridos por las electrizantes sensaciones del orgasmo. Hasta que caímos derrotados.


Me quedé tendido de espaldas, recordando recién ahí ¡que lo habíamos hecho en el suelo! Ella se apegó a mí, reposando su cabeza sobre mi pecho. La abracé y nuestra respiración se fue apaciguando paulatinamente.


-¿Te quedarás conmigo?

Al oír mi pregunta tomó mi mano.

-¿A quién quieres, a Canela o a mí?

-Quiero a las dos.

-Muy bien.


Dicho esto su cuerpo comenzó a cambiar una vez más y fue envuelta por algo que parecía un vapor blanco. En el centro de mi pecho quedó canela sentada, maullando para luego acurrucarse, formando una bolita peluda. La acaricié y ella me respondió con sus quejidos de gata malcriada.





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