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Foto del escritorLuis Montenegro

Amor de Madera

Actualizado: 27 abr 2019

Con el brillo plateado de la luna que se colaba por la ventana entreabierta y el espectro de dos velas sobre una mesa de centro, el viejo Hernández terminaba de retocar su máximo trabajo. Desde pequeño se había dedicado a la carpintería, oficio que le enseñó su padre con años y años de práctica; aunque sólo en los últimos ocho años se dedicó a la elaboración de juguetes de madera. Ahora tenía puesta su atención en la muñeca suprema, un modelo en tamaño real de su hija muerta en un accidente automovilístico el año recién pasado.


Le repasó los labios con el pincel, quería que tuviese la misma vitalidad de la fotografía que utilizaba como modelo para trabajar. Aquella fotografía se la tomó dos días antes de su muerte, con el vestido azul que la muchacha usaría en su licenciatura la primera semana de diciembre. Contaba con diecisiete años, y planeaba estudiar medicina... Tantos sueños que se olvidaban en el féretro y que el hombre lloraba amargamente noche tras noche.


Suspiró enamorado de su obra. Increíblemente guardaba el mismo parentesco de ella, su pequeña Paula. Le peinó los cabellos con los dedos, se sentían tan reales; sin duda eso había sido lo más difícil de todo: se paseó por incontables peluquerías para conseguir la forma, el grosor, largo y color de pelo perfecto, o al menos lo más parecido al de su niña, hasta que en una venta ilegal de cabello de una muchacha extranjera lo encontró. Pagó un monto exorbitante, pero no le importó, mucho menos si provenía de un cadáver. su tranquilidad emocional lo requería con urgencia.


Miró de pies a cabeza la muñeca. Sus ojos le escocían. La estrechó fuertemente contra su pecho mientras las lágrimas corrían como arroyos por sus mejillas: la única manifestación de los gritos desesperados de su mente y corazón. Sabía que no era Paula, solo madera tallada, pintada y ensamblada con tarugos y pegamento; aun así la vistió con las mismas prendas, le calzó sus sandalias favoritas y el anillo y el colgante de plata que mostraba la letra “P” entre enredaderas. Finalmente le aplicó el perfume que la muchacha usaba en ocasiones especiales, todo un campo de jazmines en el cuello, tras las orejas y en el dorso de las manos.


Tomándola de los hombros la besó en la frente, a continuación se levantó al baño. Su corazón aunque deteriorado palpitaba repleto de vida, y ahora que su hija renacía siendo una muñeca, no le importaba que le viniesen los ataques, su Paula sería joven durante muchos años más.


Abrió la puerta y se quedó de piedra al ver que de la ducha salía Paula presentando la misma imagen de la muñeca. Dio un paso atrás. No estaba aterrado, pero si impresionado. Ella sonrió al notar el rostro perplejo de su padre, y con voz dulce dijo:

-Hola papá.


Él se restregó los ojos ¡no se podía tratar de su pequeña! y cuando la buscó nuevamente ya no estaba. Seguramente se trataba de una de las tantas ilusiones que sufría desde su pérdida. La primera ocurrió tres días después del entierro, cuando pensó haberla visto sentada de piernas cruzadas en el sofá mirando televisión. Al descubrir que no era más que un juego de su mente lloró tendido en su cama hasta dormirse.


Había quedado viudo diez años atrás. El cáncer le había arrebatado a la mujer con la que compartió una parte importante de su vida. Su único consuelo estaba en su hija, por lo que hoy ya no existían razones para avanzar, solo le restaba hundirse y concluir sus días en pobreza y suciedad.


Suspiró angustiado, Paula jamás regresaría. Sin embargo, contempló en el reflejo mugroso del espejo que la muñeca lo miraba fijamente. Se dio la vuelta, las cosas seguían tal cual, además la cabeza y el cuello de la figura estaban tallados en una sola pieza; se rio de su estupidez, a cada momento se convencía un poco más de que necesitaba ayuda profesional o se volvería loco.


Revisó por última vez el taller, luego ´cerró la ventana y apagó las velas. Pasaba de la medianoche, estaba agotado al punto de que los ojos se le cerraban solos. Le dio un beso en la cabeza a su creación y subió al segundo piso.


No fue capaz de quitarse ni siquiera los zapatos. Se dejó caer en la cama deshecha y se cubrió con el acolchado. Quiso dejarse arrastrar por los cálidos brazos del sueño cuando escuchó rechinar la puerta.


Trató de ignorarla pues podía ser una brisa, pero advirtió pasos aproximarse al lecho. Tomó asiento exaltado, el corazón le bombeaba acelerado. Peligrosísimo para su salud, en cualquier instante le vendría el paro cardíaco. Entonces la vio.


Su hija se acercaba tambaleante, como si estuviese mareada.


Supuso que una vez más su mente jugaba con él, inventando instancias para volver a disfrutar de su presencia. Cuando llegó a su lado, tocando esas manos duras y frías el órgano vital que palpitaba desbocado dejó de funcionar. Se desesperó, ¡se ahogaba!


Se puso de pie implorando a su dios que le devolviera el aliento. Tropezó con el velador desparramando los objetos que tenía encima. Se estrelló con la pared, su llama vital se apagaba. Vomitó, los ojos se le tornaban cada vez más vidriosos con el pasar de los segundos.


Un error, nada más que un simple error lo hizo caer por la ventana, rompiéndose la cabeza al impactar en la acera desnuda.


La luna lo presenció todo, incluso vigiló silenciosa a la muchacha de vestido azul que se asomaba desde el segundo piso con expresión impasible, como si no le importara lo ocurrido. No obstante, una lágrima calló de su ojo izquierdo y aterrizó en el pecho inerte del viejo.




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