Arthur Rimbaud
I
El cuarto es una umbrÃa; levemente se oye
el bisbiseo triste y suave de dos niños.
Sus cabezas se inclinan, llenas aún de sueños
bajo al blanco dosel que tiembla, al ser alzado.
En la calle, los pájaros, se apiñan, frioleros:
bajo el gris de los cielos, sus alas se entumecen;
y envuelto en su cortejo de bruma, el Año Nuevo,
arrastrando los pliegues de su manto de nieves,
sonrÃe entre sollozos, y canta estremecido...
II
Mientras tanto, los niños, bajo el dosel flotante,
hablan bajito como en las noches oscuras.
Escuchan, a lo lejos, algo como un murmullo...
y tiemblan al oÃr la voz clara y dorada
del timbre matinal que lanza y lanza aún
su estribillo metálico bajo el globo de vidrio...
––Pero el cuarto está helado... podemos ver, tiradas
en el suelo, las prendas de luto, en torno al lecho:
¡el cierzo, áspero y crudo, gimiendo en el umbral
invade con su aliento mohino la morada!
Sentimos que algo falta, en la casa, en los niños...
¿Ya no existe una madre para estos pequeños,
una madre con risa fresca y mirada airosa?
¿Se ha olvidado, de noche, sola y casi dormida
de encender esa llama que la ceniza esconde,
de echar sobre sus cuerpos el plumón y la lana,
pidiéndoles perdón, antes de abandonarlos?
¿No ha previsto que el frÃo hiere la madrugada,
que el cierzo del invierno acecha en el umbral?
––¡La esperanza materna, es la cálida alfombra,
es el nido mullido, en el que los chiquillos,
cual pájaros hermosos que acunan el follaje
duermen, acurrucados, sus dulces sueños blancos!...
––Pero éste es como un nido, sin plumas, sin tibieza,
en el que los pequeños tienen frÃo y no duermen,
miedosos, sólo un nido que el cierzo ha congelado...
III
Ya lo habéis comprendido: es que no tienen madre
¡Sin madre está el hogar! ––y ¡qué lejos el padre!...
Una vieja criada se está ocupando de ellos;
y en la casona helada, los niños están solos.
Huérfanos de cuatro años... de pronto en su cabeza,
se despierta, riendo, un recuerdo que asciende:
algo como un rosario desgranado al rezar.
––¡Mañana deslumbrante, mañana de aguinaldos!
cada uno, de noche, soñaba con los suyos,
en un extraño sueño, poblado de juguetes
dulces vestidos de oro, joyas resplandecientes,
bailando en torbellinos una danza sonora,
bajo el dosel ocultos, y, luego, desvelados.
Se despertaban pronto y, alegres, se marchaban,
con los labios golosos, frotándose los párpados,
y el pelo alborotado en torno a la cabeza,
con los ojos brillantes de los dÃas festivos,
rozando con las plantas desnudas la tarima,
a la alcoba paterna: llamaban despacito...
¡entraban!... y en pijama... ¡todo eran parabienes,
besos como en guirnaldas y libre algarabÃa!
IV
¡TenÃan tanto encanto las palabras ya dichas!
––Pero cómo ha cambiado la casa de otros tiempos:
El fuego chispeaba, claro, en la chimenea,
alumbrando a raudales el viejo cuarto oscuro;
y los rojos reflejos lanzados por las llamas
jugaban en rodales por los muebles lacados...
––¡Cerrado y sin su llave estaba el gran armario!
Muchas veces, miraban la puerta parda y negra...
¡sin llave!... ¿no es extraño?... y soñaban, mirando,
en todos los misterios dormidos en su seno,
creyendo oÃr, lejano, en el ojo entreabierto,
un ruido hondo y confuso, como alegre susurro...
––La alcoba de los padres, hoy está tan vacÃa:
ningún rojo reflejo brilla bajo la puerta;
ya no hay padres, ni fuego, ni llaves sustraÃdas;
¡asà pues, ya no hay besos ni agradables sorpresas!
Qué triste les va a ser el dÃa de Año Nuevo.
––Y, absortos, mientras cae del azul de sus ojos,
lentamente, en silencio, una lágrima amarga,
murmuran: «¿Cuándo, ¡ay!, volverá nuestra madre?»
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Ahora, los pequeños duermen tan tristemente
que al verlos pensarÃais que lloran mientras duermen,
con los ojos hinchados y el soplo jadeante.
¡Los niños pequeñitos son seres tan sensibles!
Pero el ángel que vela junto a las cunas llega
para secar sus ojos, y de esta pesadilla
nace un alegre sueño, un sueño tan alegre
que sus labios cerrados piensan, al sonreÃr...
––Y sueñan que, apoyados en sus brazos llenitos,
igual que al despertarse, adelantan su cara
mirando en derredor con mirar distraÃdo,
creyéndose dormidos en paraÃsos rosas.
Canta en la chimenea alegremente el fuego...
un cielo azul y hermoso entra por la ventana;
el mundo se despierta y se embriaga de luces...
y la tierra, desnuda, y alegre, al revivir,
tiembla henchida de gozo con los besos del sol...
y en el caserón viejo todo es tibio y rojizo:
los vestidos oscuros ya no cubren en el suelo,
el cierzo ya no grita, dormido en el umbral...
¡DirÃase que un hada ha invadido las cosas!
––Los niños han gritado, alegres... allÃ, mira...
unto al lecho materno, en un fulgor rosado,
allÃ, sobre la alfombra, un objeto destella...
Son unos medallones de plata, blancos, negros,
de nácar y azabache, con luces rutilantes:
son dos marquitos negros con un festón de vidrio,
y en letras de oro brilla un grito: «A NUESTRA MADRE»
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Diciembre de 1869